Se cumplen 51 años de la represión en Tlatelolco y ello obliga a una reflexión sobre la violencia de ayer y la violencia de hoy, que aparentemente no están vinculadas, pero tienen una línea de continuidad y unos vasos comunicantes que las retroalimentan.
La violencia de ayer era esencialmente política, es decir, generada desde, por y para el sostenimiento del poder público. La violencia de hoy es básicamente social, y tiene por escenario la vida cotidiana de comunidades y ciudades, donde el poder público suele ser rebasado y hasta afectado por esta disrupción.
La violencia política y la violencia social tienen orígenes y dinámicas diferentes, pero por momentos coinciden y vuelven más difícil su contención y solución. En los hechos, son dos expresiones del llamado “México bronco”.
El asesinato del empresario ícono de Monterrey, don Eugenio Garza Sada, que la semana pasada dio de qué hablar por un juicio de valor emitido por el historiador Pedro Salmerón, sucedió en un ciclo de violencia política que inició con la represión estudiantil de 1968, tuvo su réplica el Jueves de Corpus de 1971 y después derivó en la llamada “guerra sucia”, en la cual los cuerpos de seguridad del Estado desaparecieron a miles de jóvenes y dirigentes opositores de izquierda, que aún esperan algún tipo de justicia reivindicatoria.
En 1977, Jesús Reyes Heroles inauguró un largo y civilizatorio ciclo de reformas electorales para terminar con la violencia política, en el que primero se abrieron espacios a los grupos de izquierda; después se ciudadanizaron la organización y estructura electorales (1995); posteriormente, se abrió paso a la primera alternancia presidencial en la historia moderna (2000) y, por último (pero no lo último), se reconoció al primer Presidente de la República surgido de la izquierda y de la plaza pública. Se trata de una lucha pacífica, gradual y tesonera de más de 50 años.
No obstante ello, la violencia política subyace a flor de tierra y tiene expresiones disruptivas, como la insurgencia zapatista en 1994, los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu el mismo año, los más de 600 perredistas asesinados o desaparecidos en el sexenio de Carlos Salinas, y los diversos candidatos y autoridades de gobiernos locales que en la última década han sucumbido ante la violencia.
La violencia social, en cambio, se suscita entre particulares por disputas de mercado o el control de recursos (todo lo ilícito, empezando por las drogas), donde también intervienen cuestiones agrarias, religiosas o territoriales, lo mismo por hambre, ambición o codicia; tiene por característica esencial prescindir de la autoridad y de las instituciones, para hacerse justicia por propia mano. Este tipo de violencia dejó de ser inorgánica y anecdótica, para convertirse en estructural y generacional hace más de una década.
Tiene raíces profundas en la desigualdad social, pero tiene también un combustóleo, que es la impunidad, y un turbocarburante, que es la violencia política. El “efecto demostración” que tiene la violencia política en una sociedad inerme o con instituciones de seguridad y procuración de justicia débiles es más devastador que la justicia por propia mano.
Civilizar al México bronco es la tarea más importante que nos imponen la violencia política de ayer y la violencia social de hoy.
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@RicardoMonrealA