Es trágico que muchos sucesos claves de la historia de los países, estén determinados por los hechos de gobernantes megalómanos, que en sus delirios de grandeza arrasan no sólo con la situación actual sino también con las expectativas reales de desarrollo socioeconómico y científico.
Así ocurrió en México con el gobierno de López Obrador.
Es incomprensible cómo gobernantes con esa naturaleza logran convencer o, peor aún, fascinan a grandes sectores de la población que a sabiendas de la ruina inminente que aquellos causarán los siguen confiadamente.
Al respecto, pueden proponerse tres distintas explicaciones: el carisma negativo del líder megalómano; la existencia de un grupo identificado por la misma ideología y determinado a conseguir sus objetivos, en cuyo caso, el líder por carismático es la personificación del grupo; y, por último, que el surgimiento de un líder megalómano y carismático sea producto de las circunstancias sociopolíticas.
En nuestro caso, me parece, que en el ex presidente se reunieron las tres posibles explicaciones: tiene, incuestionablemente, carisma, esto es, el poder de influir y atraer a los demás.
Ha tenido la habilidad y capacidad de formar y conservar un grupo de personas que comulgan con su pensamiento y planes, al grado de erigirlo en la personificación de sus ideas y objetivos políticos.
Y, definitivamente, las circunstancias del país marcadas por la desilusión de la alternancia que no rindió los resultados esperados; la escalada de la criminalidad; y la corrupción y frivolidad de Peña Nieto, fueron el impulso que lo ascendió al poder.
No es ocioso resaltar que también se aprovechó de la pobreza crónica que padece una gran mayoría, para encumbrarse a través de la beneficencia pagada con recursos públicos.
Después de esta experiencia, que seguiremos pagando, deberíamos cultivar los valores cívicos para ser electores informados y exigentes.
