El mayor flagelo de la humanidad ha sido la guerra. Por regla general quien más sufre los estragos de la muerte, las heridas, el hambre y la destrucción es la población inerme ante el ataque enemigo.
Las dos grandes guerras mundiales avivaron la urgencia de encontrar los medios idóneos para prevenir las conflagraciones y privilegiar el diálogo entre naciones para resolver los conflictos.
Con ese propósito se crearon la ONU cuyo objetivo es prevenir las guerras y mantener la paz; la Corte Internacional de Justicia para resolver conforme al derecho las controversias entre Estados, y la Corte Penal Internacional para juzgar y castigar el genocidio y los crímenes de guerra.
Es una obviedad que los pueblos que realmente sufren la guerra son los protagonistas; pero es innegable que el temor y los efectos socioeconómicos se propagan por el mundo.
Como sucede en las guerras de Rusia con Ucrania y de Israel con la Franja de Gaza, cuyo futuro, como escribe Martin Wolf, es incierto y puede explotar y convertirse en algo más grande y perjudicial.
Los grandes pensadores han reflexionado sobre las guerras justas e injustas, pero poco se ha considerado sobre la participación que debería de tener la población en la decisión de emprender una guerra.
En las democracias representativas el titular del Poder Ejecutivo presenta la iniciativa de guerra ante el congreso que como representante del pueblo la aprueba o rechaza.
Pero para respetar los derechos humanos de la población, la declaración de guerra de los congresos debería de someterse al referéndum popular, esto es, que la ciudadanía ratifique o desapruebe la declaración.
Oír al pueblo debería ser un derecho fundamental: porque las guerras realmente injustas son las que se imponen a los pueblos sin su consentimiento.