En estos tiempos airados, de incertidumbre y desacuerdos, algunos acontecimientos ejemplifican los diferentes tipos de carácter que existen entre los políticos.
De un lado están los ególatras que, codiciando el poder y sus beneficios, ansían seguir siendo objeto de culto público; y del otro los que anteponen su congruencia sobre cualquier otro interés.
Entre los primeros sobresalen Vicente Fox y Felipe Calderón. Los dos son un claro ejemplo de la falta de reflexión, autocrítica y objetividad para juzgar y calificar sus actuaciones presidenciales.
Vicente Fox hace gala de su estudiada ligereza y, sin recato, muda una y otra vez sus preferencias políticas a su conveniencia.
Calderón ostenta su ciego egocentrismo renunciando al PAN, el partido de sus padres que lo llevó a la presidencia, y al no reconocer que su improvisada guerra desencadenó la violencia.
También lo hace con sus pretensiones de querer fundar junto con su esposa, Margarita Zavala, un nuevo partido, sin más doctrina ni compromiso social que el enfermizo apego de ambos al poder público.
Frente a ellos contrastan las actuaciones de Germán Martínez y Carlos Urzúa que renunciaron a sus puestos de director del IMSS y secretario de hacienda, por no comulgar con la actual forma de gobernar.
Ellos han demostrado que no los ha vencido el deseo desmedido de ser importantes ni el apego a las mercedes del poder.
Prefirieron mantener la congruencia entre su forma de pensar y sus actos públicos a sabiendas de los riesgos.
La doctrina budista enseña que el apego a los bienes mundanos hace infelices e insensatos a los seres humanos. En cambio, el desapego permite pensar y actuar con serenidad y claridad.
Deberíamos valorar lo que significaría para la vida pública que hubiera más políticos congruentes, sensatos y valientes.