Existe un estado general de alarma ante el riesgo de una conflagración mundial por las hostilidades entre las grandes potencias por el predominio económico y político, y por las guerras en varios países.
También muchas naciones padecen convulsiones internas por los enfrentamientos que provocan la desigualdad y la injusticia, entre gobiernos y ciudadanos y entre los sectores sociales.
Lamentablemente, esa es también la situación en nuestro país. Vivimos inmersos en una atmósfera de temor y angustia por la violencia que en algunos lugares ya es, prácticamente, una revolución.
Otro factor de agitación que amenaza la gobernabilidad y nuestro endeble orden público, es la creciente polarización sociopolítica.
El uso repetido de una palabra la desgasta hasta que pierde su significado.
Esto pasa con el término polarización que ya no nos alerta sobre el peligro real que entraña una población dividida.
El riesgo inminente de seguir atizando la polarización, avivando la discordia entre las clases sociales, provocará que la división sea irreconciliable y altamente inflamable.
Por eso, el gobierno federal debería de evitar la utilización de los órganos de procuración y administración de justicia con fines políticos, cuyo objeto sea amedrentar a sus adversarios.
De igual manera, por el bien de todos, es indispensable que no se recurra a grupos de choque para arruinar los actos públicos de carácter electoral.
Por su parte la oposición, que ya padece la embestida gubernamental, tiene el difícil y riesgoso compromiso ético de mantener con valentía patriótica su postura política y, a la vez, de mostrar solidez y excelencia de carácter asumiendo como divisa la templanza.
Todos debemos aceptar que la justicia, el estado de Derecho, es la condición para que haya democracia; y que ésta es la vía para la evolución y la composición pacífica de las controversias.
