Con cariño, a mi maestro:
Oscar Aguirre Jáuregui.
Dos fueron las primarias a las que acudí, Fernando Montaño en Nayarit y Basilio Badillo en Guadalajara, ahí las maestras Lolita, Pina, Alicia Wong y Teresa Calderón cada cual a su manera y desde la generosidad y sencillez proverbial que siempre les caracterizó, me advertían sobre la importancia que tiene el uso adecuado de nuestro primer y principal instrumento de aprendizaje: el idioma.
Me decían: “Raúl, ten cuidado con las comas… al leer y al escribir siempre ten cuidado con respetar y colocar las… nunca te las comas”. Las comas, ese signo gráfico que representa una pausa breve y que le da cadencia a la lectura y permite resaltar elementos que lo ameriten a partir de rodearlos con pequeños silencios que le confieren un aura enfática o dramática.
Qué tan importantes son las comas que el poeta Huberto Batis, promotor y animador de trascendencia en la vida intelectual de México, las escogió como símbolo de la calidad en la producción literaria cuando bajo el título: “Por sus comas los conoceréis” reunió, una parte significativa de sus conversaciones, reseñas y críticas sobre la obras de toda una generación de poetas, dramaturgos, novelistas y ensayistas mexicanos. Por ello, qué tristeza da cuando se lee o se escucha a políticos y funcionarios y se constata que desconocen el uso elemental de las comas, y la puntuación en general. O escuchar a periodistas y presentadores de noticias en radio y televisión para ser testigos del poco cuidado que prestan a su principal instrumento de trabajo: el buen uso del idioma. Me pregunto: ¿qué sentirán sus maestros cuando los leen o los escuchan?
Siempre he creído que los mentores son un compendio de templanza, bondad y generosidad. Las maestras y maestros son personas con el coraje necesario para aceptar el reto de la enseñanza desde la humildad, sabiendo que lo realmente importante es que sus alumnos se apropien de los conocimientos y desarrollen las habilidades y competencias necesarias para poder desenvolverse y adaptarse. La educación y la lectura fomentan esa capacidad de asombro e indignación frente a lo vasto y maravilloso del universo y frente a las injusticias e infamias de la vida y la historia.
Los verdaderos maestros hacen de la honestidad en su trabajo su principal herramienta y saben que lo realmente trascendente de la enseñanza es mostrar caminos, ayudar a sus alumnos a abrir puertas, a encontrar veredas por las cuales discurra su aprendizaje, su crecimiento y sus aportes. Un verdadero maestro acompaña y muestra, está ahí para hacer del estudio, las lecturas, las experiencias y la reflexión ejercicios fiables y válidos para sus alumnos.
Yo tuve la enorme fortuna de contar durante mi paso por la preparatoria con maestros como Carlos Mora López, a quien le debo mi primer acercamiento a la filosofía con lecturas obligadas como la de Manuel García Morente, y a la lógica a través del libro escrito por Gorski y Tavants. De este primer contacto formal y lúdico con las humanidades se desató una serie de pausadas visitas a textos de corte social, literario y político, que redituaron en inquietudes y gustos que me han acompañado desde entonces.
Por ello, creo que los buenos maestros requieren, para hacer adecuadamente su trabajo, una enorme capacidad de empatía. Los maestros que sienten afecto y responsabilidad por sus alumnos, por esas generaciones de jóvenes que de un momento a otro tomarán en sus manos las tareas y responsabilidades que hoy desempeñan algunos otros, son los verdaderos grandes motores de la transformación. Como lo decía José Vasconcelos: “…la única esperanza de esta época ruin se encuentra en los jóvenes…”, a lo cual bien podría añadirse “…y en aquellos que hoy los forman y los acompañan…”. Cuán crucial es esto y cuán frecuentemente lo olvidamos.
En mi experiencia, los años que transcurrieron entre la escuela de medicina y la práctica profesional inicial fueron determinantes gracias a las incontables maestras y maestros que recuerdo con especial gratitud y afecto: Irma Arce, Alicia de la Mata, Jorge Delgado Reyes, Jaime Ramírez Álvarez, Carlos Ramírez Esparza, José Dorazco Valdés, Francisco Alfaro Baeza, Rodolfo Morán, Joel Robles Uribe, Francisco Briseño, Alfonso Partida Labra, Alfredo Lepe Oliva, Gabriel Ayala y de Landero, Antonio Mora Fernández y por supuesto Oscar Aguirre Jáuregui, todos me impactaron positivamente con su ejemplo de entrega, con el dominio de su área de especialidad y la vastedad de inquietudes que cultivaban, con la generosidad de su tiempo y dedicación y muchos de ellos con su amistad, que aún hoy conservo. Y hubo otros maestros que a pesar de no haberlos conocido en persona sino por su obra y legado de conocimiento, como fueron los casos de Juan I. Menchaca, Roberto Mendiola Orta e Ignacio Chávez, me marcaron y a través de sus enseñanzas es que hoy puedo comprender las múltiples dimensiones de la profesión médica y afirmar algo que para mí tiene un valor muy significativo: la medicina es también una ciencia social.
Todas estas maestras y maestros me cambiaron, con su amplitud de miras me llevaron a mí y a muchos de mis compañeros a entender que el viejo modelo seguido en medicina de memorizar y repetir sin comprender, conducía a ninguna parte. Nos mostraron que recrear y ampliar el conocimiento a partir de la duda metódica y sistemática es el mejor modo de apropiarse de él; lo otro, aquel aparente conocimiento que se entiende como depósito bancario de poco o nada vale.
Sin las enseñanzas de estas maestras y maestros no hubiera aflorado la costumbre de interrogar a la realidad o la capacidad de aprender a aprender. De sus palabras y reflexiones se sigue alimentando ese obligado diálogo introspectivo que es intenso y siempre autocrítico; diálogo que luego deriva en una búsqueda permanente, para partir hacia otros continentes de conocimiento, en pos de una formación más vasta, más propia, algo que en lo personal me ha permitido conjurar aquella máxima de José de Letamendi que advierte que “quién sólo de medicina sabe, ni de medicina sabe”.
Esta es y ha sido mi humilde experiencia, pero muchos otros, con mayor talento y dedicación han llevado esta búsqueda hasta el punto de una segunda poderosa y muy fructífera profesión u oficio; aquí en Jalisco tenemos a Enrique González Martínez, prolífico poeta o a Mariano Azuela, destacado cuentista y novelista; pero la lista bien puede incluir a Antón Chejov o a Sir Arthur Conan Doyle y si ampliamos un poco la perspectiva encontraremos luchadores sociales de la talla de Salvador Allende o de Ernesto “Che” Guevara o a educadores con la trascendencia de María Montessori.
Por todo lo que una buena maestra o maestro pueden desatar y ayudar a construir, muchas gracias.
@VargasLopezRaul