En el futbol todas las intenciones se notan. Y más en un duelo decisivo en el que ganas y pierdes todo. La de anoche entre las Chivas y los Tigres fue una gran Final porque así se lo propusieron todos los protagonistas de ella.
Esta generosidad no es tan común. Hay que agradecerla.
El entrenador de las Chivas, Veljko Paunovic, mandó al ataque a sus dirigidos desde el primer momento y los goles llegaron temprano, apabullantes, consiguiendo una ventaja sorprendente de dos goles a cero.
Pero enfrente, Robert Dante Siboldi reaccionó con una extraordinaria entereza y valentía y con absoluta convicción echó mano de todos sus recursos ofensivos hasta conseguir el empate.
Uno y otro equipo pudo haberse puesto al frente en el marcador con más anotaciones durante el tiempo regular, antes de llegar a la prorroga.
Fue una Final jugada a un gran nivel táctico y estratégico. Los dos equipos estuvieron en un punto altísimo de entrega y compromiso, pero también lucieron en el campo un tanto más amorfo: el de la calidad. Los goles fueron una expresión cabal de ello.
Me emocionó el hambre y la ambición mostrada por los rojiblancos. De igual manera el honor mostrado por los veteranos de los Tigres, que no se cansan de ganar y se mostraron tan dispuestos a mantener su larga hegemonía.
Al mismo tiempo hubo sangre joven y diferente, en los dos equipos.
Fue una Final que mezcló valores muy difíciles de revolver y amasar en una final. Se jugó con inteligencia, pero también con pasión. No rebasó la locura a ninguno de los dos equipos pese a que fue necesario hacer cambios que revolucionaron planteamientos iniciales y obligaron a reordenar todo, con jugadores en posiciones en las que nunca habían jugado pero que ahora resultaba de vida o muerte hacerlo.
Tigres fue campeón anoche porque lo quiso como nunca, porque lo buscaron con todo, todo lo que tenían. Pero Chivas también pudo haber sido un gran campeón.