Los libros, los caminos y los días le dan al hombre sabiduría, reza el proverbio árabe; lo he comprobado en innumerables ocasiones, con personas ejemplares. Pero la sabiduría es menos útil si no se comparte, y una de las maneras idóneas para hacerlo es escribir, actividad que, convertida en oficio, puede ser la más gratificante tanto por sus efectos en el lector cuanto por sus cualidades intrínsecas.
Ya sea para reseñar pasajes amplios de la vida como para referir particulares anécdotas, escribir es un ejercicio de aproximación a la verdad, por más relativa que ésta sea: la travesía vale todo esfuerzo y más agradecible es cuando se ejecuta con precisión. Cruzar de un punto a otro merece concisión, economía de recursos, eficacia; nadie que se haya enfrentado a la hoja en blanco sabe cuán difícil es escribir lo justo, sin más ni menos palabras o signos de puntuación: un texto perfecto, que no muestre medias hechuras ni apresuramientos, sea original y de estilo bien definido.
Lograr un texto así es un ideal: encaminarse a él conforma un placer considerable, al que se vuelve una y otra vez para ensayar, acaso, un camino de perfección interminable, que de solo transitarlo sea satisfactorio.
¿Qué lo hace tan apetecible? Escribir emplea herramientas y metas: las palabras, herederas de múltiples significados y evocadoras de innúmeras realidades, puntos de atracción de experiencias y conocimientos personales, a las cuales se adhiere la habilidad para enunciarlas con expresión creativa y original;cuánto agradece uno la lectura de páginas interesantesy bien hechas,como las de Eduardo Mallea, María Luisa Mendoza, Isabel Allende, Alfonso Reyes…, inscritas en la memoria por su ponderada conducción hacia las emociones y la provocación intelectual, a partir de palabras.
Escribir es un placer sensible, equiparable a la victoria en la competencia, pero sobre todo es un vehículo de autoconocimiento. “¿Cómo voy a saber lo que pienso si no lo leo?”, argüía E. M. Forster al negarse a dar entrevistas a los medios de comunicación, renuente siempre a enfrentarse a decir algo sobre lo que no hubiera escrito antes. En la escritura se cifra el pensamiento de sus autores, algo que puede advertirse desde la identificación del estilo, ese conjunto de rasgos que distinguen las cualidades de un texto respecto de otro, ese peculiar orden en el concatenamiento de las palabras, en cuyas leyes reside el núcleo de toda textualidad. En encontrar la fina enunciación de ese pensamiento, bajo la forma que seamás adecuada a nuestra intención, consiste el placer de escribir. Se vuelve una sana adicción, en vista de sus beneficios terapéuticos incluso. Por eso, sigamos escribiendo nuestra vida en la hoja de papel de nuestros sueños.
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