Así nací y así soy”, dice la canción. Pues resulta que no: nadie continúa siendo como era al nacer; ni siquiera como era hace un mes o dos, pues de acuerdo a una joven ciencia a la que se ha llamado “neurociencia”, las neuronas cambian. Hace unos 20 o 30 años se creía que las neuronas eran algo fijo y estable en el individuo: hoy sabemos que cambian de acuerdo a las sustancias generadas o ingeridas por el organismo. Por decirlo de alguna manera, las neuronas se adecuan al medio en que viven: si reciben constantemente adrenalina por muchos años, éstas se tornan cada vez más capaces para recibir esa sustancia, hasta llegar a depender de ella. El mismo esquema responde a cualquier otra sustancia, sea generada por el propio individuo o sea una droga externa a él.
Las implicaciones éticas de lo anterior son colosales: nuestro cerebro y su salud está en nuestras propias manos. Nada de que “infancia es destino”; las costumbres que se impone un individuo a sí mismo son su destino. Nada de que “yo soy así porque tuve una infancia difícil”: como bien lo supo el buen Aristóteles, cada quien debe elegir sus costumbres hasta que éstas se hagan parte de su carácter y se conviertan, finalmente, en una disposición natural. Es como el que corre a diario: los primeros meses quizá lo hizo con desgano, pero a la larga el cuerpo pide endorfinas: la costumbre se ha hecho ya parte de la misma persona.
Imaginemos ahora a una persona con una cierta tendencia a la depresión: ¿No acaso está en sus manos transformar su cerebro? Si esa persona se rinde ante la depresión, sin duda acabará dominada por ella. Pero si hace el esfuerzo de ayudarse ya sea con fármacos, o un poco de ejercicio, lecturas y música adecuadas que eleven la vitalidad en lugar de deprimirla, en fin: si se rodea a sí misma de toda la ayuda posible en lugar de acomodarse y amodorrarse en la depresión, su cerebro responderá de una manera diferente.
Este descubrimiento ha sido llamado por la neurociencia “plasticidad neuronal”, y de alguna manera coincide con la más antigua tradición budista, la cual si bien no habla de “neuronas”, considera que no existe un “yo” fijo e inmutable, sino un flujo constante de conciencia. Lo natural es apegarse a la idea de una identidad fuerte, un “yo soy así”; pero el budista diría: tú no eres, estás en permanente flujo o cambio.
Para el budista la actividad que sana no es correr ni ingerir fármacos, sino experimentar la conciencia en su más puro estado: lo que en Occidente hemos llamado “meditar”. Porque esa actividad ayuda a desapegarse de las ideas fijas sobre el “yo” y sobre cualquier otro evento. Con ello, la conciencia fluye con menos apegos, lo que se refleja en un estado de serenidad, ligereza y alegría.
Podríamos decir que para ambos saberes nada ni nadie “es”, sino que todo deviene, todo está —estamos— en perpetuo cambio; éste es inevitable. La cuestión radica en si en ese constante cambio nos dejamos conducir de manera acrítica por las costumbres impuestas por la publicidad y la mayoría, o si elegimos nuestras costumbres de acuerdo a aquello que otorga una mayor vitalidad, lo cual debería ser la obligación ética de todo individuo para consigo mismo. Porque como dije: nada de que “infancia es destino”: nuestras costumbres son nuestro destino. Elegir un modo de vida, elegir un tipo de costumbres frente a otras, implica elegir el propio destino. Aún ahí donde pareciera que la libertad desaparece y que, como dice Borges, el camino es fatal como la flecha, en cada pliegue, en cada grieta, en cada esquina, la libertad acecha. Por ello, todo individuo puede dar un inesperado giro a su vida: en eso consiste la aventura de ser humano. Nos guste o no, vivimos, como diría Sartre, condenados a la libertad.
*Académica de la UNAM y miembro del Colegio de Bioética