Decía Nietzsche que la naturaleza es inocente: terrible y hasta invivible, pero no “culpable”: ella sólo “es”. Hoy en día ese aspecto terrible de la Natura puede ocasionar cierto rechazo, pues mientras más nos alejamos de ella, más la idealizamos. Olvidamos su aspecto temible pues en lugar de vivirla, solo la pensamos.
La autobiografía de Biruté Galdikas, la científica que ha pasado décadas en la selva tropical de Borneo, es una buena vacuna antiidealización para los que no nos adentramos en ella: pantanos, mosquitos, árboles cuyas cortezas queman, animales peligrosos por sus colmillos o por su ponzoña y por supuesto: la eterna lluvia que hace imposible aspirar a ropa seca al menos un día al año.
El ser humano ha ido transformado la naturaleza precisamente porque no le gusta vivir así, en estado natural. Por eso se viste, por eso se arregla y se transforma con tatuajes, deformaciones craneales, dentales o corporales, siempre lo ha hecho.
La realidad es que no nos gusta la naturaleza. A lo sumo nos gusta domada, “apolínea” diría Nietzsche: cubrimos con pasto el suelo pedregoso, compramos desodorantes que oculten nuestro olor natural, o la disfrutamos hospedados en hoteles.
¿Acaso no es fuerte decir que no nos gusta nuestro propio olor? Recuerdo a un académico que un tanto en broma, decía que el ser humano logró sobrevivir como especie gracias a su tufo: nadie quiso como festín a un animal tan apestoso.
Pero lo que todo esto implica es que, como decía al principio, la naturaleza en su conjunto es así: bella y horrible, placentera e inhóspita, con aroma a lavanda o a ser humano. Con una mano pareciera señalar la luz, pero su pie se apoya en la más profunda oscuridad; así es ella y así es inocente: está más allá del bien y del mal.
Solamente el ser humano no escapa al bien y al mal, porque puede elegir entre dar placer o dar dolor, cobijar la vida o dar la muerte. Como animales, somos parte de la naturaleza, pero al haber creado el libro del bien y del mal, nos condenamos a la libertad, diría Sartre.
Elegimos siempre. Por eso quien quita una vida, con ese acto está rechazando a la vida misma y en sentido estricto, no la merecería: quien mata a un inocente, no merecería vivir.