“Canta, canta, canta que tu dicha es tanta que hasta Dios te adora…”. Este verso impío pasó desapercibido por la censura y por el alto clero de la época, comentó hace algunos años el arquitecto Fernando González Gortázar en su programa Cancioncitas, que transmite radio UNAM. Un poco después, tuve la oportunidad de conocerlo en una cena entre amigos y pude narrarle la historia que había detrás de la canción.
Como se acerca la fecha de mi cumpleaños, evocando aquella letra que mi padre escribió para mí, les platicaré, queridos lectores, el relato que desde niña escuché. Mi hermano nació el 9 de noviembre, fecha en la que el frío ya se siente con intensidad por las mañanas y al anochecer. Yo no había cumplido aún los dos años y me llevaron a ver al pequeño. En el Hospital Español, hasta la fecha, puedes ir con los niños a conocer a sus nuevos hermanitos, hay jardines y nadie se enoja si los chiquillos juegan y gritan. Desconozco los detalles precisos, pero al día siguiente amanecí agripada.
El resfriado se fue poco a poco complicando, y mi madre en el sanatorio estaba ajena a la situación. Nuestro pediatra entonces, lo recuerdo en sueños, era un señor muy corpulento, calvo y demasiado serio. Llenaba la casa de miedo con su presencia, más cuando soltaba el maletín negro y comenzaba a extraer de él sus objetos amenazantes. Una semana después, el doctor, con su voz ronca, como queriendo no tener que decir aquellas palabras dictaminó: “En verdad lo siento, pero no hay nada más que podamos hacer los médicos”. La bronconeumonía estaba acabando conmigo.
El poeta, fervoroso y creyente, invocó a su madre santísima y cantó: “Te voy a dedicar una canción, a ver si me devuelves tu cariño; ya vengo de rezar una oración, a ver si se compone mi destino…”. La súplica incluía la promesa de ir caminando hasta la Villa de Guadalupe para ofrendarle a la Virgen su sacrificio. Su desesperación, pues tenía un vínculo muy estrecho conmigo, lo llevó a escribir: “Si quieres que me arranque el corazón y ponga junto a ti mis sentimientos, espera que termine mi canción, tú sabes que yo cumplo un juramento…”. Lo cumplió.
Debo contarles que en aquellos años, México vivía la Época Dorada de su cine y claro que las canciones eran parte importantísima en los guiones. Dentro de cada producción había un médico que acompañaba el rodaje durante todo el proceso. Fue durante una filmación en donde conoció José Alfredo al doctor Alfonso Cervantes. De inmediato entablaron una amistad entrañable entre las dos familias. Al escuchar Cervantes el dictamen del pediatra, le informó a mi padre las bondades y los riesgos de un medicamento que acababa de aparecer en el mercado: la cortisona, remedio que todavía estaba a prueba, pero que los médicos le iban tomando confianza porque obtenían resultados favorables en el tratamiento de algunas enfermedades. “Ya todo lo que tuve se me fue, si tú también te vas, me lleva la tristeza…”.
La decisión no era sencilla, implicaba esperanza y riesgo. Por un lado, se abría la puerta del mundo sagrado, por otro, podría avecinarse una tragedia. “No dejes que me muera por tu amor: si tienes corazón enséñalo y regresa…”. Regresé, gracias a la recomendación del queridísimo doctor Alfonso Cervantes y al potingue recién descubierto. Por eso mi padre me invita a cantar, a llenarme el alma con el canto. José Alfredo evoca las figuras de Dios y de la Virgen para proteger a sus hijos. Quiere ser como ese dios protector que vela y cuida a sus criaturas.
No sé qué pensarán ustedes, yo creo que el relato desmorona el posible contenido impío del verso “que hasta Dios te adora”, pues lo natural es que los padres adoren a sus hijos. Yo descubro en esta historia un prodigio, y los prodigios no se tocan, son impalpables. También me deja la enseñanza del valor de la amistad, pues la promesa de caminar hasta la Villa guadalupana la cumplieron alegremente los amigos: el de toda la vida, Benjamín Rábago, y el más reciente, Alfonso Cervantes. Ambos acompañaron a mi padre, y cuando el evento surgía dentro de la conversación, relataban aquella aventura como una de sus mejores experiencias. Yo sigo agradeciendo el cariño y la amistad que siempre nos brindaron y que nos mantuvieron unidos.
“Canta, canta, canta, palomita blanca, mientras mi alma llora”.
*Doctora en Letras Hispánicas