
Es válido afirmar que el despertar de la gran ciudad se da al comienzo de la mitad del siglo XX, pues la década de los años cincuenta inaugura una etapa diferente para los habitantes de la capital, al mismo tiempo que abre las puertas para empezar a recibir más y más ciudadanos de todos los rincones del país. Tal migración permitió que nuestro Distrito Federal se enriqueciera con la diversidad de olores, sabores, tradiciones y colores que comenzaron a poblar las calles y los barrios. El Defe era el centro desde donde se difundía la moda, la cultura y las costumbres.
Por medio de la radio se impusieron gustos y estilos a través de un sinfín de eventos, que fueron fortaleciendo aspectos culturales o de identidad nacional mediante la rutina y el deleite de los escuchas. Sin embargo, los artistas que se crearon en los micrófonos de las nacientes estaciones radiofónicas, querían ser vistos por aquellos que seguían viviendo en provincia, a veces en sitios muy alejados de las principales ciudades.
Aquí en la capital había surgido el gusto por el teatro de revista que, a su vez, se había generado de las carpas de barrio y que presentaba, como su nombre lo dice, una variedad de artistas de distintos géneros, permitiendo que el auditorio pasara una agradable tarde en familia viendo en vivo a sus ídolos. Uno de los más queridos por el público fue el emblemático Teatro Blanquita.
“Es mi orgullo haber nacido en el barrio más humilde, alejado del bullicio de la falsa sociedad. Yo no tuve la desgracia de no ser hijo del pueblo. Yo me cuento entre la gente que no tiene falsedad…”.
El barrio es el corazón de nuestra gran ciudad, cerca del Palacio de Bellas Artes, del Correo Central, frente a la plaza Garibaldi que es el sitio de reunión de los músicos populares, la calle principal: San Juan de Letrán. La Caravana Corona era la extensión del barrio. Evoca para mí la época de la niñez y ese paso a la adolescencia, que es uno de los ritos más significativos en el proceso de desarrollo del ser. Yo nunca viajé en esos alegóricos autobuses (no era para niñas, señalaba mi padre); vehículos que transportaban a los más grandes artistas de nuestro país y de América, por todo el territorio nacional durante esas giras casi interminables. Sin embargo, recuerdo que, a pesar del cansancio, José Alfredo volvía a casa con algo distinto. Ahora sé, que aquello distinto, era un enriquecimiento interior nacido del alma, pues había podido convivir con ese grupo que poco a poco se convirtió en familia.
“Mi destino es muy parejo, yo lo quiero como venga, soportando una tristeza o detrás de una ilusión; voy camino de la vida muy feliz con mi pobreza; como no tengo dinero tengo mucho corazón…”.
“Mambo, rumba y cabareteras eran elementos que confluían en otra de las leyendas doradas del alemanismo…”, comenta José Agustín en el tomo 1 de su Tragicomedia mexicana. Me interesa señalar el comentario, ya que la vida nocturna y bohemia de la ciudad se fue incrementando, paulatinamente, durante la década de los cincuenta en la mayoría de los sectores de la sociedad. Pérez Prado podía presentarse en alguno de los cabarets más elegantes de la época, pero también hacia funciones en el Blanquita o viajaba por el país con su orquesta en los autobuses de la Caravana Corona. Así como él, los artistas más destacados del momento, acompañaban al matrimonio Vallejo en los diferentes recorridos o en las funciones del Blanquita para que el pueblo, a precios muy accesibles, pudiera verlos.
“Descendiente de Cuauhtémoc, mexicano por fortuna, desdichado en los amores soy borracho y trovador. Pero cuántos millonarios quisieran vivir mi vida pa’ cantarle a la pobreza sin sentir ningún dolor…”.
Por eso, la Caravana Corona se extendía al Teatro Blanquita, se bifurcaba por las carreteras de México para entrar en las entrañas de los más lejanos poblados, pero conservaba su corazón en la calle de vid 278, en la colonia Nueva Santa María, en la casa de mis padrinos Guillermo y Martha Vallejo. Desde ahí, sus latidos recorrían las arterias de nuestro país llevando alegría, cultura, diversión y muchas cosas más a nuestra gente.
Considero que vale la pena visitar el Museo de Culturas Populares en Coyoacán para acercarnos un poco a esos momentos históricos, ver de cerca el pasado y apreciar el trabajo y el esfuerzo de tantos miembros del gremio artístico que participaron en aquellos periplos irrepetibles de los ídolos del pueblo.
A mí me gusta enlazar símbolos, buscar en los orígenes, encontrar analogías para entender mejor las raíces, así que, recordando la calle de la vid, en donde surgió este proyecto, veo que la vid simboliza la vida. Las uvas brotan en racimos, no son solitarias, por eso la caravana agrupa y congrega. Esta exposición es un homenaje muy merecido a sus fundadores; pero también a todas las familias que, en racimo, nos agrupamos con ellos y hemos sido parte y testigos de esa época y de esa historia que crearon los Vallejo. No dejen de visitarla.
“Es por eso que es mi orgullo ser del barrio más humilde alejado del bullicio de la falsa sociedad. Yo compongo mis canciones pa’que el pueblo me las cante y el día que el pueblo me falle, ese día voy a llorar”.