En México, la celebración del Día del Padre es el tercer domingo de junio. A diferencia del Día de las Madres –que invariablemente es el 10 de mayo–, para quien tiene el privilegio de ser padre, da igual el día que sea, mientras caiga en domingo, porque así habrá mayor oportunidad de celebrar.
En mi particularísimo caso, el motivo de la celebración brota del rótulo obsequiado por mis dos hijas.
Su llegada al mundo me hizo habitarlo de otra manera. Súbitamente conocí el miedo. Se me heló la sangre al caer en cuenta que resultaba necesario para ellas –al menos mientras dependieran materialmente de mí–. Esto último, como era de esperarse, me hizo redimensionar mi relación con el trabajo: aprendí a gestionar las necedades de algunos de mis jefes, lidiar el monstruoso ego de muchos colegas, valorar algunas rutinas infumables y saborear los frutos de la vida godina.
A su propia manera, me hicieron entender que lo mejor de la vida se cuece a fuego lento. Me enseñaron que todo tiene su ritmo y es absurdo apresurar lo que habrá de venir llegado el momento: andar, hablar, dibujar, contar, cantar, escalar, bailar. Todo a su tiempo; nunca antes.
De ellas aprendí el valor del error. Me enseñaron que en la tenacidad de cada nuevo intento germinan los mejores frutos del aprendizaje. “Hasta que me salga papá”, me decía Lucía en su afán de hacer “relinchar” su bicicleta o virar la patineta; “no te desesperes; si lo haces apurado te vas a salir de la raya”, me sugería Camila cuando coloreábamos mandalas y sirenas.
En este andar de papá conocí la fuerza del ejemplo. Una palabra mal dicha, un juicio fuera de lugar, contradicciones tenues o evidentes son la oportunidad perfecta para recordarme que soy el peor alumno de ellas: “¿Así te portas en el trabajo?”, “¿Y tú por qué sí puedes y yo no?”. En las pocas o muchas rutinas de la casa, nada pasa inadvertido. Cada palabra, gesto y ademán está bajo su implacable y amoroso escrutinio.
Por todo esto, y más, a partir de este domingo comenzaré a celebrar; así evito el riesgo de que ellas, o su mamá, olviden que el tercer domingo de junio es Día del Padre.
Pablo Ayala