El pasado 30 de marzo se conmemoró el Día Internacional de las Trabajadoras del Hogar. En sentido estricto es una conmemoración porque hay poco que celebrar, si lo vemos desde los ojos de quienes se dedican a dicha labor. Me explico.
A decir de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE), durante el último trimestre de 2021, alrededor de 2.3 millones de personas de entre 15 años o más trabajaba realizando actividades domésticas, donde el 99% de ellas carece de un contrato laboral. Dicho de otra manera: solo 23 mil personas empleadas en el servicio doméstico en México tienen derechos laborales.
Esta descarada forma de abuso abre la puerta para que el 58% gane el salario mínimo, el 38% perciba entre uno y dos, y el 4% entre dos y tres. Como siempre, en esta batalla las mujeres son las peor libradas (de los 2.3 millones de empleados, el 88% son mujeres).
Estas cifras asombran y espantan. Asombran porque resulta evidente que el trabajo doméstico no se considera una actividad especializada que exige el reconocimiento de derechos laborales básicos: el acceso a una remuneración justa, condiciones de trabajo dignas, la posibilidad de tener algunos días de descanso, vacaciones, acceso a servicios médicos y una pensión económica cuando llegue el tiempo del retiro, por mencionar solo algunos.
Asombra también que quienes tienen servicio doméstico en casa, sin un contrato de por medio, piensen que tienen una superioridad moral más alta que la de muchos políticos sinvergüenzas, raterillos de banqueta, policías mordelones, narcos y factureros. La inhumanidad que se desprende de la injusticia que cometen, es muy similar a la de quienes ven por encima del hombro.
De igual forma, las cifras espantan porque reflejan el nivel de cinismo, tacañería e ingenuidad de quienes minimizan la relevancia del trabajo de una empleada doméstica. La mayoría de ellas, además de hacer todas las fastidiosas tareas del hogar, cuida lo más preciado de cada casa: las y los hijos. Qué decir de algunas que cuidan a adultos mayores, enfermos y la casa misma cuando la familia sale de la ciudad a tomar unas merecidísimas vacaciones.
Ponerle fin a esta forma de injusticia es sencillo, si se comienza por la propia casa.
Pablo Ayala