Ni Calderón, ni Peña Nieto son santos de mi devoción, pero hay que reconocerles que el Programa de Escuelas de Tiempo Completo (PETC) fue un acierto de sus respectivas gestiones.
Calderón lo arrancó con 6 mil 708 planteles y Peña lo amplió a 25 mil 134, impactando directamente alrededor de 3.6 millones de estudiantes.
Desde su creación a finales de 2007, el PETC buscó “promover un mejor aprovechamiento del tiempo disponible, generar un mejor desempeño académico y el desarrollo de actividades relacionadas con el civismo, las humanidades, ciencias, tecnología, artes, en especial la música, la educación física y la protección del medio ambiente”, a través de cursos regulares y clases extracurriculares.
Como un valor añadido, el modelo permitía que de 7:30 a 16:00 horas, las niñas y los niños realizaran dos comidas, dando oportunidad a sus familiares de concluir su jornada laboral y pasar a recogerles.
Considerando que el 74.3% de estos planteles se ubica en zonas marginadas, el PETC logró reducir algunos efectos derivados de la pobreza alimentaria e, incluso, cerrar algunas brechas de exclusión, porque el modelo permitía armonizar trabajo adulto y educación infantil. Con sus más y sus menos, el esquema funcionaba.
Y como reza el credo de la 4T: “Todo lo que suena a pasado debe ser desechado”, este 28 de febrero la SEP publicó en el Diario Oficial de la Federación las nuevas reglas de operación del programa “La escuela es nuestra”, donde el PETC desapareció, tal como sucedió hace casi tres años con las estancias infantiles subrogadas.
Los recursos empleados en el PETC, dijo la secretaria de Educación, serán destinados a la rehabilitación de las escuelas que hoy carecen de agua, luz, sanitarios y otras cosas básicas.
Además de hacer un hoyo para tapar otro, con su decisión Delfina Gómez negará dos derechos humanos básicos: la alimentación y la educación. Lo peor de todo es que, como siempre, se afectará a la población más vulnerable del país: las familias indígenas.
¿Estamos ante la falta de cordura, congruencia, el extravío del sentido común o ante el cruel desdén hacia los 11 millones de pobres extremos de nuestro país?
A estas alturas, la verdad, no lo sé.
Pablo Ayala