La formación médica, es bien sabido por todos que lleva tiempo y esfuerzo; para cuando el “muchacho” llega al servicio social, ya pasaron 5 años de aula y un año de pesares durante el internado de pregrado.
Los médicos recién formados, anhelan iniciar las prácticas de servicio social, porque, por primera vez, estarán frente al paciente “solos” y tendrán que curarlo con lo que saben o aprendieron y con los recursos básicos que tienen a su alcance.
El médico pasante va con la ilusión de atender un parto, diagnosticar una urgencia quirúrgica y jactarse de que lo envió a tiempo a un hospital para que se resolviera la enfermedad; es idea del servicio social, que el practicante pierda el miedo a ver pacientes; que socialice la medicina a las personas de escasos recursos en comunidades alejadas que pocas veces aparecen en el mapa de México.
El o la pasante duerme ahí en la clínica, pues le es muy difícil retornar a la ciudad; y además esa es otra meta, cubrir su estancia en ese ejido, rancho o comunidad, el mayor tiempo posible, día y noche.
A esas alturas, las necesidades económicas son muchas; pero la dicha de curar los primeros pacientes todo lo cubre; no importa la modestia, el polvo y la tierra del pueblo; el catre y el frio que lo acompañan al dormir.
Pero existe otro acompañante eterno que no ha sido posible borrar, es el miedo a estar solo en usos y costumbres propias de cada comunidad; sobre todo para las doctoras; van con precaución, conocen de oídas al “México Bravo” que brota con botellas de alcohol llenas de misoginia y machismo; donde cualquiera se siente dueño de la forastera; mala suerte para la doctora acosada y finalmente asesinada por hacer un desaire; ahí los sueños se derrumban y se convierten en una pesadilla sanguinaria que fulmina y arranca la vida a una mujer que fue enviada para sanar y ayudar; esa ilusión la pueden pagar con su cuerpo, con su propia vida, solitaria, desprotegida en un lugar lejano; con la bata ensangrentada de su propia sangre!