En las reflexiones que hemos estado haciendo en la víspera de cumplir 25 años de sobriedad,hay un factor que merece abordarse como tema particular y es que muchas veces un alcohólico por sí mismo no tiene el mayordeseo de dejar la bebida sino que, como en mi caso, alguien tuvo que ponerme un límite.
Usualmente se comenta que para que un adicto, sin importar la sustancia, decida pedir ayuda o someterse a tratamiento, normalmente deberá tocar fondo, lo cual desafortunadamente casi siempre así sucede aunque en algunas ocasiones no, pero lo que invariablemente funciona es el ultimátum de la familia.
Un día como hoy de hace 25 años amanecía yo con una tremenda resaca física, lleno de culpas y vergüenza por una tremenda borrachera de una noche antes,en una reunión familiar que se suponía sería “tranquila” y en la que terminé literalmente desconociendo a todos y profiriendo insultos a personas que no estaban presentes y de lo que casi no me acordaba por la tremenda laguna mental que apareció ese domingo.
Ese día juré de todas las formas posibles que dejaría de beber para siempre, pero unas horas más tarde en otra comida familiar fue inevitable abrir una y varias cervezas, por lo que la promesa, como la de muchos alcohólicos, duró menos de un día.
Un par de días después, uno de los asistentes a la reunión del sábado anterior me llamó preocupado por mi manera de beber, que ya para entonces era crónica y nos citamos para platicar al respecto, reunión que después supe de que había sido solicitada por mi esposa y que en lugar de ser un café, se convirtió en un par de jarras de cerveza.
Ya con lo que hoy sé que es el pensamiento adictivo encendido, al día siguiente, jueves 11 de febrero de 1998, inició lo que sería mi última borrachera de cuatro días hasta el sábado 14.
Alguien tuvo que ponerme un límite y en mi caso fue la mamá de mi único hijo que entonces vivía y que ya se habían ido de casa hasta que yo no hiciera algo con “mi enfermedad”.
Lleno de miedos y temblorinas después de una ingesta exagerada de alcohol, fui a buscarles para negociar. Sus límites: “tienes que ir a una junta de AA, ir a terapia psiquiátrica y demostrar que quieres cambiar”.
Gracias a Dios ese límite funcionó y hoy puedo decir que es lo mejor que me ha pasado en la vida y que ese infierno, solo por hoy, quedó un cuarto de siglo atrás como un tesoro del pasado que siempre tengo presente y que hoy puede ayudar a otros que aún están sufriendo.
Omar Cervantes Rodríguez