Esta semana mi sobrino de casi seis años fue consciente de que en el mundo había niños que no tenían qué comer ni casa en dónde vivir.
Mi hermana nos llamó para ver si nosotros podíamos consolarlo, pues mi sobrino lloraba con demasiado dolor; en verdad le estaba doliendo esa realidad que se vive en el mundo.
Por mi parte no tuve palabras de consuelo, solo me quedé pensando que él estaba bien: lo normal es que nos duela esa realidad, lo normal sería llorar y sentir rabia de lo que está pasando en nuestro planeta.
Nos debería dolor a todos nosotros esa realidad porque si nos doliera, si no nos enseñarán a normalizarlo, entonces quizás habría políticos más justos y más humanos, empresarios menos corruptos, sistemas de salud más accesibles y para no hacer el cuento largo, habría más igualdad en el mundo.
Si en el trayecto de crecer no perdiéramos ese sentimiento de dolor que tuvo mi sobrino al ver las injusticias a las que se enfrentan niños de su edad, entonces tendríamos otro mundo.
Conforme crecemos lo vamos normalizando con un “así nos tocó” con un “es lo que hay” con un “no es mi problema” y la realidad es que esa normalización del mal, de lo incorrecto, de lo inmoral, de lo ilegal, nos está volviendo menos humanos y más monstruos.
Si no empezamos a actuar ya y dejar que nos duelan las injusticias y hacer algo al respecto, entonces sí estamos destinados al fracaso como humanidad y aunque a veces lo decimos de broma, pero si merecemos que nos caiga ese meteorito y todo vuelva a empezar.
Y ese nuevo comienzo sería así como los niños que no tienen maldad y les duele la realidad y son incapaces de hacerse de la vista gorda, ojalá tuviéramos un mundo en donde conserváramos esa bondad y nadie ni nada, ni el poder, ni el dinero, nos la pudieran robar.