Míralas, ahí van las reinas magas con las manos heladas de tanto lavar trastes, trapear pisos y abrillantar tenedores en casas ajenas.
Las puedes ver, en el centro, con las miradas llenas de cálculos y los brazos llenos de ilusiones.
Allá van también, las otras, con cara de susto y el hombre a un lado, el chantajista que les pide tortillas hechas a mano, casa limpia, cuerpo dispuesto y niños callados a cambio de la pantomima del día de reyes para los hijos en común.
Ésta otra lleva vendiendo en su puesto todo el día, ya no siete los pies y apenas si ha vendido una muñeca.
El bebé llora, tiene frio, pero la víspera de reyes es para vender todo el puesto en que invirtió sus pocos ahorros.
Si pudiera ver a mi madre seguro la vería sola, con dos bolsas negras en cada mano, checando precios aquí y allá, una sonrisa suave y amable en la boca:
la sonrisa de quien sabe ser educada aun en medio de las multitudes, la de aquélla que éste año recuperó su libertad y tiene tres hijos en casa que están haciendo sus cartas y dejándolas en los zapatos.
Si cuando yo tenía cinco años hubiese dejado ir a mi padre, así hubiese sido. Pero no fue así, ella fue libre hasta mis doce años, cuando ya los reyes y reinas no figuraban en las historias navideñas.
Entonces, en realidad, ella andaba contando sus pesos, aún en día de reyes, como tantas otras, entre la multitud, con su sonrisa amable, pero el corazón bastante roto, buscando todo de último momento porque fue entonces cuando logro juntar para llevarnos algo.
No pocas veces me abrazo a mí misma cuando en realidad quiero abrazar a mi madre. Sus carencias me duelen y arden bajo la piel, por eso hoy, observando a las reinas magas caminando con sus historias, las observo.
Aquella por allá está batallando para completar un bebé de cien pesos, saca los pesitos que gana en el semáforo, ya lleva una pelota para uno de sus hijos y es un triunfo.
Observo como otra mamá cargada de regalos se acerca y le da los cien que necesita, ella, la más afortunada, sube sus muchas bolsas al carro y se va, dejando una sensación de anhelo, gratitud en la otra mujer.
Las reinas magas a veces llegan tarde, me tocó una vez que no alcanzaron a llegar el día que debían, se esperaron a que los juguetes bajaran de costo y el centro se vaciara.
Ese día aun así fui feliz y hubo magia.
Ojalá todas las reinas magas tengan en sus mesas su rosca, bajo sus árboles los juguetes, bajo sus brazos las sonrisas, bajo sus cuerpos los corazones satisfechos.
Que este pacto social de magia para los niños sea sostenido muchos años más por todas esas mujeres que se sonríen, se rozan, se cooperan, se acompañan en las tiendas de juguetes del centro, bajo el frio y la desesperanza muchas veces, pero en el mismo camino, buscando siempre iluminar el mundo con todas las sonrisas posibles.