Tuve a mi primer hijo a los veintitantos. Los veintitantos también son la edad en la que mi madre y mi abuela se tuvieron a ellas mismas.
Recuerdo repetirme una y otra vez que lo que más deseaba en la vida era tener un hogar como nunca lo tuve, amoroso, abierto, seguro.
Eso hubiera estado bien, supongo, de no haber escuchado a mis amigas de la misma edad hablar de sus sueños de viajar a Nueva York, trabajar en España o vivir al máximo su juventud.
Para mí, la de la niñez solitaria, era lógico pensar que para supedita la soledad de la infancia de mis futuros hijos debía renunciar a absolutamente todo.
Así terminé haciéndolo, sin darme cuenta realmente, pero sin luchar contra ello de ninguna manera.
Un día dejé de enviar correos a mi universidad, dejé de enviar trabajos, cerré el correo con el que estaba registrada y enterré esa parte de mi vida "para después".
Es la herida más abierta de mi vida adulta y apenas ahora casi 6 años después puedo ser auto indulgente conmigo misma y entender que era una madre primeriza puérpera, criando por primera vez, sola, con una carga mental inmensa que nadie permeaba siquiera un poco.
Me critiqué durante años por elegir no desvelarme estudiando.
Ahora entiendo que fue una manera de proteger mi mente y quebrarme menos rápido.
Después del quiebre y el rearme de las piezas de lego desperdigadas he aprendido que desear es válido y es algo tan ajeno a nuestro papel de madre que a veces simplemente es un lenguaje diferente.
Estábamos en luna creciente de agosto cuando me atreví a escribir mis deseos en un lugar valioso, importante y visible atreviéndome a desear terminar mi carrera, acudir a un concierto, diseñar la casa de mis sueños, irme de vacaciones sola, sentirme bien en mi propia piel...
Tantas cosas que las madres rara vez nos atrevemos a soñar porque en cambio se nos permite desear la salud de nuestros hijos, la abundancia familiar, el bienestar de los otros, pero jamás pensar en individual.
He aprendido que somos cuerpos femeninos deseantes, aunque gestantes, aunque lechosos. Seguimos siendo individuos más allá de los cuidados que volcamos sobre los otros de buena gana.
Como Esther Vivas dice en su libro Maternidades Feministas "ser cuidado es un derecho y cuidar es un deber en una sociedad que sitúe en un lugar prioritario la vulnerabilidad de la vida.
El problema lo tenemos en una sociedad que menosprecia la fragilidad humana".