En este tiempo sin tiempo que es la cuarentena, en el que todo transcurre en cámara lenta, asistimos, acaso sin saberlo, a uno de los picos más graves desde que el contagio del virus se generalizó. Pero, en este caso, la emergencia no se mide en términos de ocupación hospitalaria, tampoco en el número de muertes. Creo que ni siquiera estaremos en posibilidades de hacernos una idea de su amplitud porque habría que contabilizarla en términos de futuros arruinados, de escapes de la pobreza cancelados, de vidas que se tornaron en simple supervivencia: se trata del “reinicio” del ciclo escolar.
Las noticias han tenido, primero, al calendario como protagonista: ¿Cuándo empezarán las clases? ¿En qué momento se podrá volver de forma presencial? Ante la evidencia de que esta alternativa no era tal, o por lo menos no lo será en un buen tiempo, el centro de las reflexiones fue la forma en la que se resolvería el impasse de no poder tener a los alumnos reunidos frente al profesorado: ¿Es factible pensar en alternativas en línea? ¿Qué hacemos en las zonas en las que no hay conectividad? ¿Es la televisión una forma efectiva de vehicular los contenidos?
Seguimos sin poner a la infancia en el centro de las preocupaciones asociadas a la educación. Pareciera no estar claro aquello de que su interés es el supremo. Y va lo mismo para las instituciones públicas que para las privadas. Los niños se han vuelto ocas a las que hay que cebar con conocimiento, qué importa si no se mueven, qué importa si no salen, qué importa si se arruinan los ojos horas y horas frente una pantalla: pareciera que el único objetivo es el ponerlos estos meses ante la información que corresponde a su grado escolar.
El verdadero reto educativo es preguntarnos qué necesitan hoy las niñas y los niños y cómo se los proveemos. Casarnos con la currícula tradicional en medio de una turbulencia como la que estamos viviendo es llevar al grado máximo esta displicencia con la que los tratamos y, sobre todo, los maltratamos.
Politóloga*[email protected]