En la ficción cinematográfica, las críticas que se hacen a la alta sociedad mexicana quedan en clichés de mala puntería. Es una pena que no le atinen, teniendo en cuenta que las clases sociales llevan siglos comportándose de la misma forma, manifestando sus filias y fobias con evidencia. Dándonos valioso material. Tomando como punto de partida -no inspiración directa- el libro Las niñas bien en el que Guadalupe Loaeza hace crónica de las mujeres que representaban la mentalidad de la alta sociedad mexicana a finales del Notivox pasado, Alejandra Márquez Abella consigue un enfoque finalmente memorable.
Durante el sexenio de José López Portillo, en la víspera de la crisis económica que se avecina para el país a finales de los ochenta, Sofía (Ilse Salas) es la representación de las mujeres privilegiadas de su época: casada con un hombre de profesión respetable, dueña de una residencia en la colonia donde vive la élite, con el personal de servicio pertinente, con un guardarropa comprado en el extranjero y un círculo de amistades que funciona como cónclave para elegir quién es digna de pertenecer a su grupo. Este paraíso clasista comenzará a tambalearse conforme la devaluación del peso vaya privándola de todos sus indicadores de estatus y se vea obligada a convivir con una familia de nuevo ricos. En las Lomas, es el fin del mundo.
La directora de Las niñas bien le deja a otros el escarnio y la sátira que tradicionalmente se apoderan del tono de los retratos de clase. Lo suyo es un registro piscológico de la pérdida del estatus en el que la actuación de Isle Salas es fundamental. En lo que, por mucho, es el mejor trabajo de su carrera, Salas crea a su dama de sociedad con un toque- si me lo permiten- sobrenatural. La forma en que Sofía se sustrae del ocio de la clase alta para presentir el cambio que sufrirá su vida le da a este drama íntimo su preciso tono. El guión (también escrito por Márquez Abella) le obsequia a su protagonista un buen número de escenas en las que ejemplifica delicadamente el derrumbe psicológico. Si este año nos sorprendiéramos haciendo pronósticos para la entrega del Ariel, veo a Ilse Salas como la principal competencia de Yalitza Aparicio en la terna de Mejor Actriz. Las niñas bien no es un vehículo exclusivo para ella: Cassandra Ciangherotti y Paulina Gaitán como sus amigas del club, y Flavio Medina como su marido, conforman un ensamble de nivel.
La sutileza es el arma preferida de su directora. Es un recurso congruente que a través de pláticas que se escuchan a medias, caras preocupadas en medio de una sesión de peluquería, problemas familiares que se disimulan ante los demás con versiones menos escabrosas y televisiones que transmiten noticieros con terribles noticias mientras la señora de la casa se arregla para una fiesta captura la desconexión de la clase alta de la realidad. A todas las virtudes que el boca en boca le señala a Las niñas bien hay que agregarle una excepcional. Algo que muy, pero muy pocas cintas mexicanas poseen: un gran final.
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