
Pocos historiadores como Jules Michelet (1789-1874). En su larga vida, el francés logró encarnar eso que Edmund Wilson llama “el espíritu humano mismo”. Un reto consumado, al margen de sus grandes obras, “a través de los tiempos, sufriendo largas degradaciones, triunfando en renacimientos llenos de gozo, debatiéndose consigo mismo en conflictos desoladores y confusos”.
Al remitirnos a Michelet tendremos que sumar sus monumentales historias de Francia y de la Revolución, pero también su prolíficamente documentado, casi una crónica de los tiempos, La Bruja, estudio de las cábalas en la Edad Media, obra que la misma Encyclopaedia Britannica considera “la más importante sobre supersticiones medievales escrita hasta la fecha”.
En La Sorcière Michelet disecciona la figura y la incidencia de “la bruja” en tanto entidad humana que contiene rasgos esenciales de los comportamientos de los individuos y la sociedad en los tiempos. Ejercicio que deviene de su abrazo a la historia, a la manera de Balzac, donde se dibuja el perfil de la bruja (y con ella de la mujer) con los trazos del gran contador de historias. Una bruja que el historiador francés sigue (persigue) de los “tiempos de desesperación” a “los crímenes”.
“No me voy a entretener en las melifluas explicaciones con que pretenden atenuarlo: la criatura era débil, inclinada a las tentaciones. Fue inducida al mal por la concupiscencia —escribe Michelet—. Por tanto no son la miseria, ni el hambre de aquellos tiempos la causa que arrastraba al furor diabólico. Si la mujer enamorada, celosa y abandonada, o el niño maltratado por su madrastra, o la madre apaleada por su hijo (viejos temas de leyenda) han podido sentir la tentación de invocar al Espíritu del Mal, todo esto no es brujería. El hecho de que estas pobres criaturas invoquen a Satán, no presupone que él las acepte. Estas pobres criaturas están lejos y bien lejos de estar maduras para él. No odian a Dios”.
Con profusión de datos y el listado de diversos procesos, Michelet avanza en la historia de las hechiceras hasta arribar a los acontecimientos que propician una Iglesia controladora del orden de las cosas, y con ello a “la extinción de la Bruja”. “En el siglo XV declaró (la Iglesia) que si la mujer se atrevía a curar, sin haber estudiado, sería considerada bruja y debería de morir”.
Los tiempos cambian y Michelet lo consigna. Ya al final de La Bruja (“la vida de una misma mujer durante trescientos años”) resume los orígenes de ésta y su proyección en el nuevo orden. ¡La desgraciada Bruja!: esa que siempre “prestó su aliento popular para aprender la ciencia”. Mucho más atrevida y apasionada que el sabio herético y medio cristiano, quien conservaba un pie en el recinto de la Iglesia, la Bruja se alejó de ella e intentó construir su altar en el campo libre, con rudas piedras salvajes.
“¡Pobre Bruja! —exalta Michelet—. Pereció en el intento. Necesariamente tenía que perecer, a causa, precisamente, del médico, del naturalista, del progreso de las ciencias por las que había trabajado. Pereció para siempre, pero reapareció bajo la forma inmortal del Hada. La mujer, entregada en los últimos siglos a los quehaceres de antaño propios de los hombres, ha perdido su verdadero papel, hada bendita que lo cura todo. Es su verdadero sacerdocio, diga lo que diga la Iglesia”.
“Delicada, atenta observadora de lo pequeño, tierna, vital, la mujer está llamada a ser el futuro penetrante confidente de la ciencia experimental —concluye el historiador francés—. Dotada de gran corazón, capaz de adivinar y de apiadarse, tiene natural inclinación por la medicina, porque, a fin de cuentas, poca diferencia hay entre un niño y un enfermo. Volverá a dedicarse a la ciencia aportándole su dulzura, su humanidad, su alegría natural. Lo antinatural agoniza, y está ya cercano el día de su eclipse total, que será la aurora del nuevo mundo”.