Cuando las luces aparezcan. Roberto Abad. Editorial Paraíso Perdido. México, 2020.
Cuentos de ciencia ficción, crónicas sobrenaturales, secuestros perpetrados por extraterrestres o espíritus de dudosa procedencia. Roberto Abad (Cuernavaca, Morelos. 1988) entrega historias relacionadas con una realidad alterna, inexplicable. Se muestra como un acucioso lector de la mejor tradición del relato sobre alienígenas y entrega un hexágono de ficciones.
El libro se encuentra dividido en dos partes: formas de abducción y después del contacto. Para comenzar con esta visión de hechos no del todo razonables, el autor se hace acompañar del analista en avistamientos de ovnis y presencias siderales Jaime Maussan. En el primer cuento “Historia sobre mi familia”, el padre experimenta una serie de reacciones que lo alejan de la consciencia plena. En la madre y el hijo será sobre quienes recaiga la tragedia, pues el progenitor ya no es el mismo después de que haber sido abducido. La presencia de Maussan queda delimitada como una especie de guía espiritual o tutor del hijo que, preocupado por lo que está sucediendo, decide acudir al experto. Llama la atención la sutileza narrativa, la serie de estrategias que el autor despliega en este relato. Lo paradójico es que el padre vivía en otro mundo, casi alejado de su familia a pesar de la convivencia diaria, pero ahora que su mente y sus sentidos están fuera de lugar, intenta regresar a un espacio que tal vez nunca valoró.
Conviene señalar que la figura del especialista en aliens, no funciona como en Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino de Julián Herbert, en donde en lugar de crear personajes nuevos el escritor decidió optar por rostros conocidos por todos como Rosa Gloria Chagoyán o el propio Tarantino; una galería de protagonistas populares que se instalan en medio de lugares comunes y limitan su relato a un simple —y efímero— chiste de cantina. Aquí Maussan, al parecer, es el único que comprende al hijo y la gravedad de lo que acaba de suceder, pues la madre vive la situación desde la tristeza y la irremediable nostalgia.
A propósito de la maternidad, hay otro cuento que exhibe una variante de esta relación. En “Hijo” somos testigos de una comunicación fuera serie entre la mujer gestante y un producto atípico que le fue introducido por medio de inseminación artificial. Resulta curiosa la forma en que el narrador resuelve esta dicotomía, dos voces en una persona: la conciencia de la madre incómoda y la del embrión sumamente desarrollado. El embarazo fuera de lo común ocasiona que la madre experimente sensaciones y pensamientos no coherentes, y esto afecta su comportamiento con todas las personas que la rodean; incluso el médico que la atiende llega a sorprenderse. Ella escucha a alguien en su interior y no se trata de una reacción de esquizofrenia. El relato es una metáfora de los sinsabores que trae consigo la maternidad y los cambios que tarde o temprano van a ocurrir: la pérdida de la autonomía, la necesidad de ver por el otro. Existe la depresión postparto, pero aquí inicia desde las primeras semanas de la gestación, aunque eso no quiere decir que la mujer no desee convertirse en madre.
En “El retrato” un hombre experimenta incertidumbre al darse cuenta de que un cuadro refleja su desasosiego al haberse separado de su pareja. El tipo que está en la orilla de una cama es él, en un momento que nadie pudo verlo: ni su exmujer ni su amigo, un excéntrico coleccionista de arte. La sensación de sentirse observado también se despliega en “Los visitantes”, historia donde se cuenta cómo un joven padece una rara enfermedad que lo envuelve en una vejez prematura: una epidemia que se contagia de una forma inexplicable.
Los relatos menos afortunados son “Amatlán” y “El último experimento”, ambos recuerdan que la ciencia ficción relacionada con la política no siempre cosecha buenos resultados o quizá sea porque ya hay demasiados clichés cinematográficos al respecto. No obstante, la prosa de Abad fluye, cuenta con intensidad, ritmo, suspenso y, lo más importante, evita caer en finales efectistas. Son cuentos largos, bien cimentados, alejados de la violencia exacerbada, recurso muy frecuentado entre los jóvenes escritores.
Cuando terminé de leer el libro soñé que ciertas presencias se ponían en contacto con el autor para advertirle que necesitaban saber cada uno de sus movimientos, incluso sobre sus proyectos literarios como si fueran tutores en alguna beca. Luego le indicaron que ya no era necesario que fuera tan explícito en sus descripciones, pues ya lo tenían cerca, muy a la vista. Desperté con la imagen del joven escritor con un casco forrado de papel aluminio, un tin foil hat, para evitar cualquier incidente —o plagio— fuera de la biósfera.
Mary Carmen Sánchez Ambriz
@AmbrizEmece