
Hay libros que cada determinado tiempo necesitan una reedición y volverse asequibles para nuevas generaciones de lectores. Ante una pléyade de escritores nacionales e internacionales, es común que se olvide de rescatar a ciertos autores o que por problemas de derechos de autor ya no circulen sus obras. El editor debe contemplar ese abanico de posibilidades, ser propositivo y renovar aires, y casi luchar contra una serie de convencionalismos que se lo impedirán o, específicamente, enfrentar al departamento de mercadotecnia que impugnará — imaginando que tiene la razón— que el libro se no venderá.
El nombre de Lillian Hellman (Nueva Orleans, 1905-Oak Bluffs, 1984), una notable dramaturga y narradora estadunidense, estuvo vinculado a la censura. Formó parte de la llamada Lista Negra, en donde se señalaba y hostigaba a escritores y artistas que consideraban que apoyaban al comunismo, a fines de los años cuarenta, en Estados Unidos, bajo la iniciativa de Joseph McCarthy. Aunque Hellman nunca estuvo en las filas del partido comunista (como fue el caso de su esposo el novelista Dashiell Hammett que pasó unos años en prisión), su escritura incomodaba porque dibujaba la doble moral que impera en la sociedad norteamericana y formulaba críticas sobre la desigualdad social y el racismo. Ella hablaba abiertamente de la sexualidad femenina, del mundo que la rodeaba y del que no quería ser parte si debía renunciar a sus convicciones como escritora, a su ideología (estaba en contra de la militarización y el autoritarismo, apoyaba causas políticas tanto en su país como en Europa). Era una mujer de izquierda, libre, adelantada a su tiempo, que se indignaba porque la gente de color en los Estados Unidos carecía de los mismos derechos que los blancos.
Es memorable una anécdota, anterior a la iniciativa de Rosa Parks, vertida por Hellman en Una mujer inacabada (1969), cuando viajaba en un autobús en compañía de su nana, una mujer afrodescendiente llamada Sophronia. Ambas regresaban del cine y tenían por costumbre sentarse en la parte de atrás del vehículo que era el sitio designado para los negros. Pero en esa ocasión, la joven de 13 años insistió en tomar asiento adelante. El conductor les dijo que se fueran atrás. Y, en ese momento, Hellman sujetó a su acompañante con tal fuerza que no pudo moverse a otro lugar. “No nos moveremos. No nos moveremos”, exclamaba la chica. En ese momento, el chofer hizo una parada, abrió las puertas y la mujer negra salió del autobús. “Vuelve, Sophronia. No te muevas. Eres mejor que ninguno de los aquí presentes…”, gritó Hellman en el momento que una mujer le dio una cachetada y el chofer la tenía sujeta del brazo. “Le golpeé con la bolsa de libros que llevaba, empujé a la señora mayor, me giré de nuevo y allí estaba Sophronia, interpuesta entre el conductor y yo, que me cogió del brazo y me obligó a bajar”. Después de aquel incidente, se regresaron caminando y la joven llegó a la siguiente conclusión: “Lo he estado pensando durante todo el año y estoy decidida. Quiero vivir contigo el resto de mi vida. No quiero seguir viviendo con los blancos.”
Lo que ocurrió con Lillian Hellman y Sophronia (acaso una madre para ella), exhibe su particular manera de defender las causas humanitarias, el dolor y la impotencia ante la segregación.
En una sociedad patriarcal, cerrada, autoritaria, anquilosada, la visión de Hellman incomodaba. No podían entender que una mujer fuera como ella y, peor aún, que lo describiera en sus libros. En la ficción, aprovechó para elaborar una crítica social hacia la subyugante y banal burguesía, y la retrató con todas sus aristas hipócritas en Los pequeños zorros (1939). Abordó un tema que antes era satanizado, el lesbianismo, en La calumnia (1934)cuando una niña crea una confusión y miente sobre la relación entre un par de maestras de primaria, quienes después de ser rechazadas socialmente, en medio de la deserción escolar, se confiesa un amor que las atormenta. El par de piezas teatrales fueron llevadas a la pantalla grande y se convirtieron en emblemáticas obras cinematográficas.
La narrativa que Hellman decidió ejecutar se centra en la autobiografía. En libros como Pentimento (1973), Tiempo de canallas (1976), Una mujer inacabada (1969) y Quizás (1980) El primero de ellos es su relación con el teatro, la escritura, sus personajes, el germen de la creación dramática. El Tiempo de canallas es su historia con el mcarthismo y de cómo la estabilidad económica del matrimonio de escritores se viene abajo. Aquí ostenta la fortaleza que tuvo al no denunciar a otros intelectuales y al aguantar la embestida de la derecha estadounidense al ser interrogada. Hellman tenía claro que la importancia del anticomunismo de la Guerra Fría iba a derivar en dos situaciones políticas: en la Guerra de Vietnam y el arribo de Nixon al poder. Una mujer inacabada representa un diario personal, una bitácora de cómo fue cambiando su vida a partir de la persecución en su contra y la manera que optó para reconstruirse. El cuarto volumen de esta serie autobiográfica es Quizás, una especie de colofón o recapitulación de una vida a salto de mata, casi borrada, no comprendida; es la nostalgia y la fuerza narrativa, la libertad sexual femenina, la lucidez que se niega a la represión.
Quizás es libro que continúa con la introspección de la propia autora, en el tono de Una mujer inacabada, más suelto y libre en el manejo del tiempo. Se trata de un regreso a los orígenes, a cómo es observada por otras parejas con quienes han convivido y de quienes se llevará algunas sorpresas. Tras la intolerancia de parte de los conservadores estadunidenses, tuvo que rehacer su vida. En esas labores de reconstrucción se le fue parte de su existencia y años de escritura. En medio de esa confusión, ella hace todo lo posible por aceptar su nueva realidad. En ese caos cree que ha perdido el sentido del olfato y por eso cada vez que puede les pregunta a sus parejas sexuales: ¿A qué huelo? ¿Te gusta mi olor? También actúa de esa manera porque está obsesionada con uno comentario de uno de sus amantes.
Al margen de los desconciertos, la pluma de Hellman recobra la soltura de sus primeros recuerdos, cuando degustaba en Nueva Orleáns una sopa de quingombó y, a la vez, convivía con la familia de su madre, “una cuadrilla de villanos de comedia”. Por eso Quizás remite a otros Tiempos de canallas, diferentes rostros de la falsa moral. Y confirma dos cosas: su capacidad de nunca claudicar ante la adversidad y el grado de resiliencia de Lillian Hellman.