Los sueños de mis fantasmas. Irene Vallejo. Prólogo de Socorro Venegas. UNAM. México, 2023.
Recuerdo que cuando leí El infinito en un junco extrañé que la autora no incluyera más referencias a la literatura del Siglo de oro español, específicamente a Cervantes; en cambio, sí detecté en ella a una fanática del cine estadounidense. No obstante, Cervantes se asoma en este ensayo personal, anecdótico, que expresa un reconocimiento a las mujeres que forman parte de su clan y que, debido a circunstancias ajenas a ellas —la guerra, la inestabilidad económica, el precario papel de ellas en la sociedad— no pudieron ir a la universidad y dedicarse a lo que realmente les interesaba. Porque son ellas quienes cuidan, crían, sanan, protegen, educan, y también tenían metas que, innumerables veces, no se consolidaron, pues debían anteponer su condición de mujeres de, al servicio de, al cuidado de, en vez de ser ellas mismas.
Son ellas, sus fantasmas, Pilar y Rosa, sus abuelas —materna y paterna— a quienes Irene Vallejo (Zaragoza, España. 1979) les dedica este nuevo paseo por los libros. En un acto para honrar la memoria de ambas e interpelar sobre sus sueños, inquirir en los sinuosos caminos que las orillaron a desprenderse de sus ideales. Y quedaron como mujeres fragmentadas, acaso rotas por dentro como cuando la porcelana se estrella y jamás recobra su apariencia de antes.
La palabra renuncia es inherente a la historia de las mujeres: son las que renuncian al trabajo, las que cancelan compromisos, las que anteponen todo para estar con su familia, incluso su desarrollo profesional. Porque… ¿cómo se puede contar con un cuarto propio si los hijos tienen hambre y demandan atenciones?
Cervantes es revisitado por la escritora en El licenciado vidriera; ahí un niño ladrador, de once años, anda en busca de un amo a quien servir que sólo le brinde la posibilidad de estudiar. Dos caballeros lo acogen, lo envían a la universidad, se especializa en leyes y además demostró destreza en el terreno de las humanidades. La ensayista española observa que “la educación es el ascensor social más justo que jamás hemos soñado”. Y se lamenta que a muchos les suceda como a este personaje cervantista al descubrir que se valora “más el poder de la fuerza que la suavidad de las palabras”.
Precisamente esa suavidad de las palabras ha acompañado a Irene Vallejo a lo largo de su vida. En este ensayo, que ahora publica la UNAM, se vale de la historia de tres generaciones para “reivindicar un logro colectivo. Es una conquista de libertades que todos —y todas— podamos estudiar letras sin necesidad de ser ricos, de tener la vida asegurada. Pienso en mis abuelas, en mi madre. Han pasado de decirnos que estos quehaceres eran el privilegio de unos pocos, fuera de nuestro alcance, a decirnos que son un capricho de soñadores. […] Rechazo cualquier definición de lo útil que no incluya la belleza, la creatividad, la comunicación, los idiomas, la comprensión del mundo que fue y el que nos rodea. Necesitamos espacios donde esto se comprenda, se cultive, se enseñe”.

Vallejo se siente afortunada, no tuvo que vivir lo que pasaron sus abuelas. A ella le tocó estudiar lo que anhelaba y obtener los grados académicos que la filología le permitiera. Así se entregó al estudio de la evolución del castellano y a la literatura española. En esos menesteres académicos surgió la idea de escribir su famoso ensayo que terminó siendo una manera de revalorar los libros, las bibliotecas, los antiguos papiros y la implicación que sostienen en el desarrollo de nuestra cultura. ¿Cómo transmitir ese amor y cuidado a los libros que nos viene de generación en generación?, ¿cómo hallar un equilibrio entre la historia de las primeras bibliotecas y la forma en que hoy podemos acceder a casi cualquier manuscrito? y ¿cómo amar la literatura —y sus genealogías— en medio de la barbarie? (Pensemos el término barbarie como lo anota Walter Benjamin, citado por la propia Vallejo, en su voluminoso ensayo sobre los libros: “No hay documento de cultura que no sea al mismo tiempo de barbarie”).
Todos tenemos una historia como lectores. Vallejo comparte la suya y la entrelaza con los vestigios de los primeros papiros, situación que la lleva a reflexionar en El infinito en un junco: “Afinando el oído, todavía escuchamos resonar las palabras aladas en los coros de la tragedia, en los himnos de Píndaro, en la historia cuajada de relatos que escribió Heródoto, en los diálogos de Platón. Al mismo tiempo, todas esas obras poseen un sesgo novedoso de lenguaje y de conciencia individual. Como suele suceder, no hubo una ruptura completa ni una continuidad absoluta. Incluso la apuesta literaria más novedosa contiene siempre fragmentos y despojos de innumerables textos previos”.
En el prólogo a este libro, Socorro Venegas se refiere a esta especie de combate que los lectores llevan a cabo —a veces sin darse cuenta— por ir contracorriente en un mundo que aprecia más lo material que la buena lectura. “La lectura es una cicatriz, tal vez por eso existe la palabra letraherido. Hacerse lector es ser y estar en un mundo que no siempre valora la palabra. De hecho, pocas veces lo hace. El entorno exigirá que trascienda esa inagotable infancia soñadora que le impide salir al mundo real a ganarse la vida, a hacer todo aquello en lo que se empeña la gente que respira fuera de las páginas, a ser útil.”
Es posible que tras la escritura de El infinito en un junco, la autora se planteara la necesidad imperiosa de reivindicar la presencia de las mujeres, como lectoras y seres libres de elegir la profesión que quieran. Su mirada entrelaza espacios de libertad, arropa a sus antecesoras y agradece siempre, quizá porque “la filóloga que hay en mí no se resiste a decir, en un inciso, que paz y página son palabras que provienen de la misma raíz latina”.
@AmbrizEmece