
Durante el sexenio del presidente Adolfo Ruiz Cortines la Constitución Política del país solamente se reformó una vez… pero vaya reforma.
Este capítulo histórico es apasionante (y lo abordo en un ensayo “Justicia de Género: lenguaje inclusivo y derechos humanos”). Vamos por partes.
Ninguna mujer integró el Congreso Constituyente que entre diciembre de 1916 y enero de 1917 formuló la Constitución Política, ni tampoco en sus primeras 52 reformas, sino hasta la de enero de 1960. El país llevaba más de cuatro décadas de vida constitucional sin que las mexicanas pudieran participar en la confección de sus libertades, derechos, normas, instituciones y políticas públicas.
Mucho tiempo llevaban a contracorriente, apoyadas por algunos hombres solidarios, tratando de abrir ese coto cerrado. Por ejemplo, en 1916 se llevó a cabo el Primer Congreso Feminista, impulsado por sufragistas respaldadas por el gobernador de Yucatán, Salvador Alvarado. Entre sus conclusiones resaltan la de que “deben abrirse a la mujer las puertas de todos los campos de acción”, y que “no habiendo diferencia alguna entre su estado intelectual y el del hombre, es tan capaz como éste de ser elemento dirigente de la sociedad”. Un año después se promulgaría la Constitución de 1917 sin recoger estas perlas de sensatez.
En este punto la Constitución de 1917 quedó anacrónica porque se limitó a reiterar lo previsto en la de 1857: “Son ciudadanos de la República los que, teniendo calidad de mexicanos, reúnan además los siguientes requisitos: I. Haber cumplido 18 años siendo casados y 21 si no lo son, y II. Tener un modo honesto de vivir”.
Esta redacción, en masculino genérico, era incluyente o excluyente según se interpretara qué abarcaba el concepto de “ciudadanos”, ¿solo hombres o también mujeres? Esto era importante, porque el siguiente artículo, el 35, disponía que solo “los ciudadanos” podían votar y ser votados.
El lenguaje, utilizado como escudo perverso, fue entonces el marco de las primeras batallas. En 1922, Rosa Torres fue electa regidora del ayuntamiento de Mérida, luego de que las feministas solicitaran al congreso local su derecho al sufragio. Ante el silencio de los legisladores, el gobernador Felipe Carrillo Puerto adoptó la interpretación inclusiva: que la palabra “ciudadanos” incluía a las mujeres, pues el uso del masculino genérico se hacía de forma neutra y no excluyente, interpretación que era contraria a la que prevalecía en esa época.
Unos años antes, Hermila Galindo había sido candidata a diputada federal a partir de esta interpretación, y aunque fue derrotada en las urnas, su candidatura fue constantemente cuestionada bajo el entendimiento de que los ciudadanos eran solamente los hombres y que, por lo tanto, solo ellos podían participar.
Galindo perdió, pero llevó, al recinto donde sesionaba el constituyente de 1917, una iniciativa para asegurar los derechos políticos de las mujeres, sosteniendo que “sería una injusticia grave, cometida por el Congreso Constituyente, que dejara a la mujer en el mismo grado de infelicidad en que hasta hoy se ha encontrado […]. Es un derecho legítimo de acuerdo con la civilización”.
Puertas adentro, los constituyentes no reflexionaban en la felicidad ni en la civilización. El diputado Palavicini, por ejemplo, insistía en por qué no se había clarificado el voto femenino, pero por las razones más desafortunadas: “Yo deseo que aclare la Comisión en qué condiciones quedan las mujeres y si no estamos en peligro de que se organicen para votar y ser votadas”.
Las mujeres se siguieron postulando a cargos públicos, acostumbrando a la sociedad a verlas participar y a que ganar era posible. Los presidentes del país comenzaron a reaccionar. Un año antes de que Aurora Meza se convirtiera en la primera presidenta municipal, Lázaro Cárdenas había enviado una iniciativa al Congreso, en 1937, para reformar el polémico artículo 34 y asegurar igualdad política, pero la iniciativa se diluyó. Después, Miguel Alemán propuso que las mujeres votaran y fueran votadas en elecciones municipales. Se logró el sufragio en 1946 pero solo municipal, y subyacía la gran cuestión: ¿Las mujeres eran ciudadanas o no?
En 1952, Ruiz Cortines prometió el sufragio femenino en su campaña por la Presidencia. La promesa se cumplió casi al año de iniciar su sexenio, pero casi un año después de que la Asamblea General de la ONU adoptara la Convención sobre los Derechos Políticos de la Mujer (en diciembre de 1952), que casualmente mandataba ello. Así, el 17 de octubre de 1953 se promulgó una reforma constitucional que, con tan solo clarificar el lenguaje, sacó de la Constitución la ominosa mácula de la incivilización: “Son ciudadanos de la República, los varones y las mujeres que, teniendo la calidad de mexicanos…”
Margarita Ríos-Farjat*
* Ministra de la Suprema Corte de Justicia