La primera cosa que hizo el hombre pensante y que lo alejara de sus parientes cercanos que hoy vemos por televisión, revistas de divulgación y en algunos zoológicos, fue estrellar dos piedras hasta sacarles filo para cortar los despojos de alguna presa abandonada por su depredador y así convertirse en un inteligente carroñero que después aprendió a cazar y a utilizar la piel de sus víctimas para cubrirse del frío, y sus huesos, para elaborar utensilios, herramientas y armas para asegurarse más comida, más pieles y el temor de sus semejantes que le competían por el alimento, el espacio, el techo, la hembra, las crías, la comida y todo lo que poseyera; porque, contrario a lo que creen los comunistas, poseer es muy de humanos, pensar también.
Simultáneamente tomó conciencia del peligro que él y los suyos corrían en este mundo, tanto por sus iguales, como por la amenaza que representaban todo tipo de depredadores y bichos, accidentes geológicos y, por supuesto, fenómenos naturales, a los que aprendió a concebir, temer y adorar como dioses. Entre ellos, la fertilidad, la fuerza, el fuego, el sol, el agua, el trueno y todo cuanto se le presentara.
Al más fuerte lo trató y respetó como descendiente directo de sus dioses y enseñó a su prole a obedecer y alabar a estos soberanos y su dinastía.
Así sucedió durante cientos de miles de años, hasta hace apenas 300, cuando a alguien se le ocurrió que los dioses no existen, que los seres humanos somos iguales y que entre todos podemos ponernos de acuerdo para elegir a quien nos gobierne, o sea, nos dirija, no para que sea dueño ni de nuestras mentes ni de nuestras vidas.
Al mismo tiempo florecieron la ciencia, la industria y las artes después de una larga noche de mil 500 años.
Paradójicamente, la ignorancia es tan lista, que por decenas de siglos se encargó de que nadie aprendiera nada que la pusiera en peligro.
Y como virus, la ignorancia tiene sus picos, brotes y rebrotes, con la inquisición, el nazismo, el fascismo, el comunismo, el caudillismo, el fanatismo, el populismo.
Se alimenta de la insensatez, el resentimiento, la envidia y el odio para robustecerse, expandirse y arraigarse en lo más profundo de la naturaleza humana hasta aniquilarla.
Ya desde que paseábamos por esta tierra como bestias peludas aprendimos a odiar todo aquello que ignorábamos, ya sea por pereza, o por torpeza.
Hasta hoy, el odio al conocimiento, a la civilización y el progreso se adueñan de nuestra miserable realidad mexicana, como anillo al dedo, de quienes se odian hasta a sí mismos, pero no se atreven a reconocerlo para no darle el gusto sus enemigos imaginarios.
Lo malo es cuando se encumbran seguidos por hordas completas de seres que ven en su ignorancia una especie de común denominador equivalente a despojarse de las prendas en un campo nudista y renunciar a cualquier tipo de inhibición.
Así el ignorante se rodea de masas de ignorantes orgullosos de su estupidez compartida y dispuestos a imponérsela a todos los demás, cancelando cualquier intento de pensamiento, conocimiento, razonamiento u otros artículos de lujo, no esenciales para la Cuarta Transformación.