“Un joven es siempre una incógnita. Matarlo es matar la posibilidad del misterio, todo lo que hubiera podido ser, su extraordinaria riqueza, su complejidad”, dice una de las tantas icónicas frases en el libro “La Noche de Tlatelolco” de Elena Poniatowska, el cual decidí releer este fin de semana a propósito del 2 de octubre conmemorando ya cincuenta y cinco años de la matanza en la Plaza de las Tres Culturas.
El movimiento estudiantil del 68 fue sin duda un parteaguas en la politización y unión social en el país. De las cuestiones más destacadas, es su carácter social, pues lo realmente llamativo es que no fue exclusivo de los estudiantes, sino que se unieron profesores, obreros, sindicatos, intelectuales y hasta amas de casa. Pero tampoco tuvo un carácter centralizado, sino que se esparció al interior de la República.
Al leer algunas de las páginas, y mientras se me erizaba la piel, sentí un gran orgullo de ver cómo jóvenes de quince, o dieciséis años lograron generar en diversos sectores sociales una empatía y solidaridad para unirse a las demandas de aquellos que se expresan y exigen de manera válida y legítima, como lo fuesen los estudiantes, que en ese entonces sufrían la represión policial.
El movimiento es también un claro ejemplo para la sociedad actual, refrescando la memoria colectiva e invitándonos a ser personas moralmente responsables, pero también ciudadanos con ideales y anhelos de cambio en aquello que creemos que no es justo, que puede mejorar y que debe cambiar. Una idea puede despertar a cientos o miles de personas.
Es imposible determinar los saldos finales y el sufrimiento por el que tuvieron que atravesar jóvenes, familiares y víctimas en general, pero sí podemos rendirles honor al no caer en la amnesia colectiva y seguir teniendo siempre presente que el 2 de octubre no se olvida. Nos leemos la siguiente semana, y recuerda luchar, luchar siempre, pero siempre luchar desde espacios más informados que construyen realidades menos desiguales y pacíficas.