Es claro que la verdadera educación consiste en entusiasmar por los valores.
El reto de educar es entusiasmar con modelos sanos, atractivos y coherentes. No nos queda más que educar con el ejemplo.
Los jóvenes son sensibles a ejemplos de vidas llenas de sentido, atractivas, que empujan en la dirección de lo correcto, de los humano, de lo solidario y compasivo.
Siempre ha sido así, pero hoy más que nunca, educar es atraer con el ejemplo.
La primera fuente educativa, es la familia. La familia es una escuela en donde uno se sabe querido por lo que es y no por lo que tiene.
Una familia sana es la primera escuela donde uno recibe lecciones que no se olvidan.
En casa la educación se prolonga a lo largo de todos los días, desde las normas básicas de urbanidad hasta la capacidad de compartir, aprender a escuchar y respetar, ser honestos y disciplinados.
La figura de los padres es trascendental para generar actitudes ante la vida. Adquirir una buena formación en general es tener criterio y discernimiento distinguiendo lo que es mejor y más positivo.
La formación es humana y espiritual. La primera, aspira a que lleguemos a tener un comportamiento propio en tres aspectos: inteligencia, emociones y voluntad que son principios de donde arranca la condición humana.
Desde pequeños hay que enseñar a pensar, ser críticos y formular argumentos que defienden ideas y creencias. Así mismo, capacidad para dar y recibir afecto.
Aprender a expresar sentimientos: desde dar las gracias, mostrar afecto, saber que la palabra bien empleada es puente de comunicación-
Un elemento clave es la voluntad, la capacidad para fijar metas, objetivos y luchar por conseguirlos.
La voluntad hay que cultivarla. Voluntad es determinación, firmeza, esfuerzo deportivo por conquistar niveles para crecer como personas.
La formación espiritual es inconformidad, no querer vivir sin trascender. En este post modernismo lo común es no creer en casi nada, todo ligero, liviano, sin compromiso… Sin embargo una vida sin valores ni convicciones, suspendida en el relativismo y la permisividad nos ahoga.
La espiritualidad nos hace crecer en humanidad y nos lleva a ver al otro en toda su dignidad. Expulsar a Dios de la vida personal, no hace más libre ni a las personas ni a la sociedad.
Hoy nos urge silencio, oración, vida interior y sobre todo encontrarle un sentido trascendente a la vida.