Las reacciones se multiplicaron. “Esta narrativa de fantasía se ha escapado cada vez más fuera de la realidad y ahora estamos viendo las consecuencias”, dijo el ex presidente Barack Obama tras el asalto al poder Legislativo en Washington este miércoles. “Estas escenas que hemos visto son el resultado de mentiras y más mentiras, de divisiones y desprecio por la democracia”, secundó el presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier. Se puede seguir con un rosario de reacciones similares, internas y externas, bien fundamentadas desde el punto de vista político, constitucional y ético, y muy anteriores a esta situación extrema del 6 de enero.
Sin embargo, un porcentaje alto de los votos estadunidenses, no tan lejano de la mitad, fue efectivamente para Donald Trump hace apenas dos meses y después de casi cuatro años de gobierno. El punto es que le han creído a Trump y no a aquellos que razonan y debaten desde trincheras políticas, académicas, profesionales o periodísticas. Como si estos no dijeran nada. Bien vale la pena preguntarse por qué esta barrera.
Algo similar pasa en muchos países, guardadas todas las proporciones, por supuesto. En México se escuchan argumentos de estudiosos y expertos, que denuncian las desviadas políticas gubernamentales de energía, educación, inversión o salud en estos tiempos fatídicos. Pero nada pasa, como si no dijeran nada. ¿Por qué?
Primero, porque generalmente lo hablan entre ellos. Segundo, porque no se les entiende: el lenguaje técnico pone sus barreras. Tercero, porque cuando los llegan a oír y entender fuera del círculo, simple y llanamente no les creen. Así, ad hominem: no creen en ellos, en los políticos de oposición, los líderes de cámaras empresariales, los investigadores, los expertos en políticas públicas o en finanzas o los diplomáticos. En esta esquina se oye un blablablá; en la otra, un jojojo.
¿De qué se alimenta esta especie de antiintelectualismo? ¿Qué es aquello capaz de derrotar un argumento? Tras un amistoso seminario llegamos a esta conclusión: se alimenta de experiencias anecdóticas. Una disquisición elaborada sobre el capitalismo social se cae con la anécdota de que varias empresas finalmente tuvieron que pagar miles de millones en impuestos atrasados. Una defensa brillante de las universidades tropieza con estafas maestras. La necesidad clarísima de propiciar el conocimiento y la investigación científica se topa con buenas vidas inexplicables. Los proyectos de desarrollo de los políticos se caen como puente de palitos cuando aparecen las “casas blancas” para algunos y las tan insuficientes oportunidades para otros, que son millones.
Todos estos ejemplos pecan de generalización apresurada, el defecto lógico más común en el razonamiento. Cierto. Pero el anecdotario se multiplica y, sin aplicar ninguna lógica, opaca la lógica de los grandes argumentos.
Los buenos empresarios, investigadores, intelectuales, expertos, políticos y demás deberían estar preocupados por las visiones generales acerca del mejor futuro para el país, su democracia y su economía. Hacen falta. Pero mucho más preocupados por las prácticas que persisten y por esa fábrica de anécdotas que acaba con sus argumentos. Y su credibilidad.