Si algo ha dejado claro la pandemia es la importancia del ciudadano. Y los límites de la autoridad.
Ni el más poderoso puede hacer algo si no nos cuidamos cada uno del contagio propio y ajeno. Si no acatamos voluntariamente las medidas de distancia e higiene, todo lo que la autoridad haga o deje de hacer se vuelve irrelevante... a menos que tengamos la expectativa de que los gobiernos se conviertan en controladores totalitarios de una enorme máquina, donde nadie puede aspirar a ser más que un engrane.
De nada sirve que tomen la temperatura a la entrada de la fábrica si en la fila las personas se acercan demasiado. Lo mismo vale para salir del aeropuerto o para entrar al súper. El punto es que si no existe la cooperación, ningún pulpo gubernamental, por más tentáculos que desarrolle, será suficiente para suplirla. Solo tendrá cada vez más y más brazos hasta que nos ahogue el autoritarismo y tengamos que empezar de nuevo.
La cooperación es la esencia misma de la sociedad y el covid-19 solo es un ejemplo. El martes fue reconocido y expuesto en nuestro país otro viejo virus que permanecía en la oscuridad, el facturavirus. Y aunque todo mundo quiere lavarse las manos, el único jabón que funciona es el pago de contribuciones completas y a tiempo, sin transa y con todas las de la ley. Resulta que se ha dado un contagio sin control, aquí y en otras partes del mundo, pero no ha habido todavía quién declare la pandemia.
Vencerlo es fundamental para que la sociedad funcione. No se puede simular que las manos están limpias con solo mojarlas, el facturavirus ahí seguirá. Hemos sido muy buenos en buscar pretextos para no contribuir: que es demasiado caro, que no se utiliza bien, que para que otros se lo roben, mejor me los quedo yo...
Sucede lo mismo que con el coronavirus. Si los ciudadanos no cooperamos, lo que hagan los gobiernos es irrelevante. En todo caso, se pueden volver cada vez más autoritarios hasta que nos ahoguen y tengamos que empezar de nuevo. Urge una nueva normalidad.