“Mataron a la pareja y la hembra estaba gestante”, dijo la voz quebrada luego de colgar el teléfono. Era una experta en la reintroducción del lobo mexicano en el norte del país luego de mantenerlos en instalaciones especiales bajo peligro de que se extingan. A ella acababan de informarle: un cazador había matado a la pareja por órdenes de un ranchero.
Quedan, a duras penas, unos 600 especímenes del lobo mexicano; los menos, en libertad. En los 1940 los gobiernos de México y Estados Unidos se congratularon por su exterminio, como una plaga. Tramperos y cazadores casi acaban con la especie; se detuvieron al “descubrir” que el lobo mexicano era “necesario” en la naturaleza.
En Harper’s (junio 2023) Jackson Lears refiere el caso de Aldo Leopold, que en 1909 entró al Servicio Forestal de Estados Unidos para la tarea del “manejo de vida silvestre”. Para Leopold y sus colegas este “manejo” significaba, entre otras cosas, matar criaturas consideradas indeseables por los rancheros, agricultores y cazadores.
Un día Leopold y un amigo divisaron a una loba con su media docena de cachorros, jugando revueltos sobre una ladera. Le dispararon, hasta vaciar los rifles, a la manada; la loba cayó y de los cachorros sólo hubo en pie uno, rengueante entre rocas desprendidas. Los tiradores se acercaron para medir lo que habían hecho y ocurrió algo que cambió a Leopold: “Llegamos con la loba a tiempo para mirar un fiero fuego verde muriendo en sus ojos. Me di cuenta, y lo he sabido desde entonces, de que había algo nuevo para mí en aquellos ojos: algo que sabían sólo ella y la montaña”. Leopold creía que mientras menos lobos más venados para los cazadores, hasta que vio extinguirse el fuego verde en los ojos de la loba. La erradicación del lobo afectaría al balance de la naturaleza, encarnado en la montaña antes de que los hombres la devastaran. Como exterminador del lobo, concluía Leopold, “el ranchero no ha aprendido a pensar como una montaña”. Eso en 1909; eso hoy en el norte de México.