Una serie de eventos muy afortunados me llevaron a vivir a un pueblo mágico del país, pero la magia para mí se acaba cada vez que un tema de violencia se me atraviesa de frente. Esta vez, además, me golpeó directo en la búsqueda de encontrar dónde habitar y en un lugar sin redes de apoyo. Empezar una fase así, me refleja las condiciones de la gran mayoría de mis amistades.
Las desigualdades estructurales afectan de diferentes maneras a los grupos etarios para mi generación; la precariedad laboral, la crisis económica (que vivimos desde que nacimos en los 80) y las dinámicas en las condiciones de trabajos se conjugan en estilos de vida con rasgos de nomadismo.
Vivimos con contratos temporales, muchos por subcontratación, sin prestaciones laborales y con la consecuente inestabilidad financiera y social, incluso, con cambios constantes de domicilio que tampoco son propiedad sino arrendados.
Bajo estas características, establecer una vida de permanencia se convierte en un lujo al que no podemos acceder en tanto carecemos de las capacidades económicas -para comprar vivienda-, laborales -para proyectar un largo plazo-, y sociales -formando redes de apoyo que perduren-.
Nos construimos la vida por temporadas de corto a mediano plazo bajo el conocimiento de que nada de lo que tengamos puede arraigarnos; el trabajo y las relaciones interpersonales son las variables, mientras que la constante es la incertidumbre con sus respectivas consecuencias psicológicas para toda una generación.
Los planes a largo plazo son un lujo que no podemos pagarnos, nos han coartado la capacidad de anidar y establecer una vida. La movilidad, cuando es obligada, es una forma de violencia estructural. Esta es una discusión que debemos poner sobre la mesa de trabajo de las políticas y regulaciones.
Twitter: @lolcanul
