El último estallido de las redes sociales sirve, de nuevo, para abordar cómo el género interfiere en la forma en que construimos relaciones. Durante un concierto de Coldplay en Boston, la cámara del evento enfocó a una pareja abrazada que reaccionó con una mezcla de sorpresa y torpeza. El momento, que parecía inocente, se volvió viral al revelarse que se trataba de Andy Byron, director ejecutivo de Astronomer, y Kristin Cabot, directora de Recursos Humanos de la misma empresa.
El incidente, que podría parecer un chisme corporativo más, pone en evidencia algo más profundo: la precariedad emocional que produce el patriarcado y sus exigencias de género, especialmente en los hombres que se desempeñan como figuras de liderazgo y poder.
De acuerdo con propuestas de bell hooks, el patriarcado moldea una masculinidad basada en la negación de la emocionalidad, en la represión de la vulnerabilidad y en la primacía del control. Este modelo forma hombres exitosos en lo público pero analfabetas emocionales en lo privado. Líderes que pueden gestionar equipos, diseñar estrategias y optimizar sistemas de datos, pero no saben qué hacer cuando sus afectos se exponen.
La infidelidad, en este contexto, no es solo una “falla moral” o un “error personal”, como suele nombrarse desde el discurso mediático. Porque el feminismo teórico ya ha señalado que todo lo personal es profundamente político. Es también una práctica habilitada por una cultura que otorga a los hombres la legitimidad implícita de transgredir lo íntimo siempre que no los vean.
La masculinidad patriarcal les enseña a los hombres a usar lo privado como un terreno sin reglas, como un espacio donde pueden liberar tensiones, ejercer poder emocional, buscar consuelo o placer, incluso a costa de otras personas, sin que eso altere su lugar en lo público.
Lo que vuelve escandalosa esta historia no es el afecto entre dos personas adultas, sino que ese afecto se volvió visible, se filtró en el espacio público.