Las mujeres hemos mantenido una lucha histórica por siglos para acceder a espacios de visibilidad, escucha y toma de decisiones. La creación de instituciones que responden a nuestras necesidades colectivas y garantizan nuestros derechos son parte de los logros de esa pugna.
Sin embargo y pese a nuestros deseos de progresividad, existe una paradoja fundamental: las instituciones creadas para defender los derechos pueden replicar las mismas estructuras de exclusión y control jerárquico que sistemática e históricamente nos han lastimado. Esto puede ocurrir gracias a dar continuidad a lógicas patriarcales, burocráticas y tutelares que carecen de una perspectiva de reconocimiento de las mujeres como sujetas de derechos.
Para que una institución trabaje por los derechos de las mujeres no sólo debe trabajar en congruencia con los marcos jurídicos que buscan la garantía de nuestros derechos, sino también adoptar principios éticos que así lo fomenten como la transparencia, participación, diversidad y rendición de cuentas.
La demanda del acceso de las mujeres a espacios de incidencia política y toma de decisiones ha sido constante y, pese a existir logros, garantizar que haya mujeres ejerciendo un poder no es suficiente si su presencia no implica cambios tangibles en las estructuras de poder.
Para dejar de reproducir las dinámicas patriarcales no basta con abrir los espacios a mujeres que simpatizan con los principios de los hombres al poder; la selección de funcionarias públicas debe realizarse a través de procesos que permitan la participación de las mujeres en su diversidad y con criterios de representación y criterios de mérito.
Cuando las instituciones que deben trabajar por los derechos de las mujeres no funcionan de manera democrática se convierten en instrumentos de control y simulación en lugar de espacios de transformación por la justicia social y la equidad.