
Son las 20:27 horas en Arcos Bosques. Es viernes 20 de marzo. Esta plaza de tres niveles, donde mucha gente de la clase más alta del poniente de Ciudad de México suele comer, beber, bailar, comprar e ir al cine se ve desierta. No hay paseantes, solo unos cuantos guardias de seguridad y unos pocos empleados de algunas tiendas. Es como un lugar de sordos: no se escucha nada. Parece un lugar de mudos: no se oyen voces. Aquí lo que hay es una infección de silencio que solo se rompe cuando resuenan los pasos de uno mismo al caminar: el menor ruido hace eco en la plaza de altísimos techos.
Los mil sonidos de la cotidianidad han desaparecido.
La algarabía se fue. Un viernes cualquiera, a la misma hora, el famoso burger joint Shake Shack (el restaurante de origen neoyorquino recién inaugurado aquí, el 10 de diciembre pasado), suele estar muy concurrido, repleto, con larguísimas filas de adolescentes y veinteañeros que esperan pacientemente no menos de media hora para degustar esos sabores que han cautivado a millones de estadunidenses, desde que Shake Shack era un simple carrito de hotdogs en el Madison Square Park en 2001, luego un stand en 2004, y hasta ahora que tiene decenas de restaurantes (186 en Estados Unidos y 86 en el extranjero), ganancias millonarias ($594 millones de dólares de ingresos el año fiscal 2019, 29 por ciento más que en 2018), y cotiza en la Bolsa de Nueva York (SHAK, valor de acción al viernes pasado: $34.78 USD, una caída de -$2.50, -6.71% respecto a la sesión previa).
Hoy, hoy no hay nadie. Una pareja de trabajadores espera que alguien, que algún joven mirrey se acerque a comprar algo del carísimo menú: $189 pesos por una Smoke shack doble, $104 pesos dos papas, $90 pesos por un hotdog, $109 una cerveza grande ShackMeister Ale, $79 pesos una malteada, más $90 pesos si tu novia teenager lleva a su perrito y le quieres invitar unos Bag O-Bones, que son cinco galletitas caninas. O sea, $661 pesos por dos personas y el can.
Pero no, eso no sucede hoy: Arcos Bosques está abandonada. Busco sonidos, pero no se escucha nada ni siquiera murmullos: las carcajadas de los adolescentes chilangos se han esfumado de aquí, con el vaho de sus perfumes finos. La música estruendosa se ha evaporado. Los guardaespaldas que suelen pulular a estas horas para cuidar a los jóvenes hijos de los patrones (“pubertos”, les dicen sus madres), desaparecieron. Las camionetas blindadas también. Los rings de los teléfonos móviles se han extinguido.
El restaurante Puerto Madero, donde suelen reunirse mujeres y hombres para prolongar las alegres comidas mar y tierra de viernes, o para tener cenas antes de reventarse, no tiene comensales. A las 22:46, había una sola mesa ocupada, nada más. Eran tres mujeres en sus años treinta, que parecían como encapsuladas en la terraza de cristales del lugar. Nada más. Me dio miedo acercarme: pensé en los contagiados provenientes de Vail.
Pero el problema no es ese, es que los meseros de ahí se han quedado sin sustento. Lo mismo que les sucede a los trabajadores del Nobu, 50 Friends, Maison Kayser, o a quienes laboran en los antros Social Room y Sens:
—La semana pasada tuvimos 300 personas, señor, cuando un sábado suelen llegar acá 900 personas; ya está cerrado —narra un hombre de seguridad del Sens.
Nadie viene ya a las tiendas: iShop, Boss, Create&Barrel, Rapsodia, Brooks Brothers, y tantas más, donde los empleados tienen sueldos básicos y ganan por comisiones, carecen de clientes.
Un mesero resume lo que van a tener que hacer muchos más como él, en estos nuestros tiempos del coronavirus, buscarse la vida de otra manera:
—Hay que trabajar por fuera ahora. Algunos pidieron sus vacaciones, que son de unos 12 días. Yo tengo familiares que son electricistas y… pues voy a darle con ellos.
—¿Tienen miedo?
—No, miedo no, más bien estamos preocupados por la lana, por mantener a mi familia…
La infección de silencio en el poniente fifí y sus primeros damnificados…