Dos Bocas es esa refinería que el Presidente de la República ha ordenado que se edifique en Tabasco. Los especialistas en construcción de este tipo de instalaciones, las empresas internacionales del ramo, establecieron que erigir Dos Bocas es muchísimo más complicado y caro de lo que pensaron Andrés Manuel López Obrador y sus colaboradores, y que echarla a andar llevará muchísimo más tiempo del que estimaron.
Eso dicen los expertos, pero como ya es habitual, resulta… que el Presidente tiene otros datos: él cree, si entendí bien lo que dijo, que Pemex, la CFE y la Secretaría de Energía pueden, de la noche a la mañana, constituir algo así como una superconstructora de orden mundial, mejor que cualquiera existente en el planeta, capaz de terminar Dos Bocas en unos tres años, con estándares de seguridad internacionales, con tecnología de punta, con los mejores materiales, con mano de obra superexperta, y por supuesto, con costos mucho menores. Y claro, con capacidad para refinar de inmediato el volumen que él sueña.
Ojalá que Dos Bocas no vaya a ser otro multimillonario capricho sexenal que resulta inservible, un monumento más al autoritarismo, un nuevo viaje de ego presidencial, como tantos episodios que padeció México en nueve décadas de priismo y panismo.
Y es que cada día que pasa el Presidente me hace evocar con mayor frecuencia las ocurrencias, futilidades y sinsentidos de Vicente Fox. Me hace recordar los arrebatos y las intolerancias políticas de los primeros meses de Carlos Salinas de Gortari. Sus actos se parecen cada día más a los exabruptos inseguros y acomplejados de los primeros años de Ernesto Zedillo. Cada día que pasa me parece que estoy viendo de nuevo la insolencia, soberbia y sordera de los años de Enrique Peña Nieto.
Después de cada mañanera el Presidente se mira en el espejo y cree que se diferencia de aquellos… a quienes más asemeja cada día. El Presidente cree que encarna la antítesis de todos ellos. En sus soliloquios, en sus diálogos internos, está convencido de ello. Enceguecido en la bruma de sus oníricos e inasibles proyectos, empantanado en sus arranques matutinos, no se percata que se ha vuelto… su involuntario exégeta.
Supuse que la necedad de su amigo Riobóo para cancelar el nuevo aeropuerto había sido la peor pesadilla a la que nos enfrentaríamos y que la realidad lo iría moldeando en unas cuantas semanas y meses, e incluso tuve la esperanza de que recularía y permitiría que empresarios mexicanos se hicieran cargo del proyecto, pero ha quedado claro que no será así, y que su empecinamiento crecerá ante cualquier opinión en contra de sus sueños, por más que algunos de sus deseos delineen ya delirios sin sustento.
Voté por López Obrador porque pensé que, gracias a algunas personas inteligentes que tenía a su alrededor, o en sus cercanías, como Olga Sánchez Cordero y Juan Ramón de La Fuente, incluso Marcelo Ebrard, quizá podría reinventarse y erigirse como aquel socialista Felipe González del 1982 en España. Cada día que transcurre el Presidente está empeñado en convencerme de que me equivoqué, y que lo suyo es dar vida a un híbrido de Fox, Calderón, Zedillo y Peña Nieto, manufacturado con porciones de lo peor de ellos cinco.
Hoy ya solo me queda rezarle al dios en el que cree el Presidente, para que lo ayude a gobernarse y le brinde la sensatez que le permita rectificar cuando sea necesario…
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