Se puede entender, sin justificar, la obsesión de los políticos, de la clase política en general, por el poder. Por eso se inventan y reinventan todos los días a cada instante.
Por eso mienten, engañan y disimulan. Para eso están ahí, en una supuesta militancia partidista que, a muy pocos premia si no se alinean o se suman a las cúpulas.
Tienen que pertenecer a los grupúsculos, a las sectas o camarillas y hacer la tarea que les impongan, sana o insana, y que posiblemente los lleve a alcanzar sus ambiciones.
Lo que estamos viendo en días recientes en las campañas electorales de los candidatos presidenciales es apenas un botón de muestra de la mezquindad, ruindad y la desmedida ambición de unos y otros con tal de llegar a tan ansiados y disputados cargos. Un capítulo humillante que se replica en Torreón por la elección de alcalde. Así, la democracia es una palabra abstracta, hueca. Las campañas de proselitismo federal y local no son una contienda leal y ética sino que deriva en lo contrario, hasta la traición.
Tampoco basta con sabernos corruptos ni que la monumental injusticia e impunidad en que sobreviven millones de mexicanos nos sirvan de acicate para enmendar actitudes y modificar conductas.
El sistema político, otra vez, la partidocracia, ha provocado grietas y desigualdades sociales con índices de pobreza, marginación y violencia a la alza y que, contra lo que digan en Los Pinos, el desempleo se mantiene como una inflación que afecta a los más vulnerables. ¿Qué cosas, verdad?
Mientras las multimillonarias utilidades netas de bancos y grandes empresas sólo enriquecen a unos cuantos, el aumento raquítico al salario mínimo causa inflación. Muy poco –o nada- en términos reales pueden argumentar los gobiernos desde el salinismo hasta hoy en cuanto a productividad y desarrollo nacional.
Son 21 millones de compatriotas (17.5 por ciento de la población) cuyos ingresos no les permite comer lo mínimo y de milagro sobreviven. ¿Llegó la hora de buscar otro camino que dé rumbo al país y su gente?