Aún cuando la crisis pandémica del coronavirus apenas comienza en México, la pregunta ya apremia ¿Cuándo regresaremos a la normalidad? A pesar de la completa inacción del gobierno federal y las cautelas a cuentagotas del estatal, la respuesta práctica dice que, en el mejor de los casos, si se extreman las precauciones que a la fecha no se han tomado, en dos a tres meses se podrán empezar a resumir actividades cotidianas. La respuesta real es que el mundo nunca será igual.
Como especie, somos increíblemente adaptables. Esta capacidad de adaptarnos al cambio nos ha catapultado a la cima de la pirámide biológica y nos ha permitido florecer como civilización. Como sociedad, nos hemos acostumbrado a la paz y tranquilidad de nuestra época. En la Antigüedad, Edad Media, Renacimiento y a través de la Revolución Industrial, las personas estaban acostumbradas a lidiar con la incertidumbre y fatalidad ¡Nos atacan los Aztecas! ¡Ahí viene la plaga! ¡Hay sequía! La vida siempre ha sido delicada, pero en nuestra época, nos hemos acostumbrado a sentirnos protegidos. Le tememos al crimen, a la mayoría nos es inconcebible participar individualmente en una guerra y la idea de que una enfermedad afecte nuestra forma de vida nos está resultando inaceptable. La reacción inicial de todos al coronavirus ha sido: no, no creo, seguro están exagerando.
Poco a poco se ha ido asentando la realidad. Mientras que la enfermedad no es letal para la gran mayoría de la población, la capacidad de nuestros sistemas de atención médica no es suficiente para atender a los afligidos. La única alternativa para combatir al virus es atrasar el contagio para que no se haga un cuello de botella en los servicios médicos.
La respuesta de la comunidad científica para atrasar el contagio ha sido el distanciamiento social. Nos han pedido encerrarnos. La secuela económica ha sido rápida y violenta, los mercados bursátiles han perdido hasta el 35% de su valor, los economistas diagnostican una recesión y hay industrias, como la de aviación y la hospitalaria que no sobrevivirán el claustro sin subsidios gubernamentales. Ni se diga el impacto individual para quienes viven quincena a quincena y de repente no percibirán ingresos repentinamente por un periodo indeterminado.
Muchos, incluyendo los presidentes de México y Estados Unidos ¡Viva Andrés Manuel I! ¡Viva! cuestionan si el valor de las vidas que se van a salvar justifica las pérdidas económicas y sacrificios personales, después de todo, la basta mayoría de los muertos serían mayores de 80 años y mayores de 60 con pobre salud. Muchos argumentan que no se le puede poner valor a una vida, pero yo me siento perfectamente cómodo asignándole un valor monetario a las vidas que se van a perder y aún así, están equivocados quienes creen que el resultado económico de no parar la vida cotidiana sería menor que el de vivir meses en cuarentena.
El planteamiento sugiere que los millones de muertes serían espontáneas, sin dolor, ni sufrimiento. La realidad es que serían crueles, el resultado de desatención médica y falta de recursos. Tanto la saturación de los sistemas de servicio como el efecto anímico y como le encanta señalar a nuestro benévolo líder supremo, moral, sobre las personas tronarían la economía mucho más violentamente que el cese de actividades por meses a la vez. La bondad, compasión y solidaridad son mejor política económica que el abandono, la avaricia y la crueldad.