No han faltado los decepcionados ante el resultado del encuentro entre los secretarios de Estado de Estados Unidos y de Seguridad Interior de ese país con sus homólogos mexicanos y con el propio Presidente de la República. Estuvieron ausentes las amenazas verbales, la descalificación del otro, las advertencias de represalias por los actos de los respectivos interlocutores. Tampoco hubo acuerdos. Para muchos fue un encuentro inútil; unos más consideraron ingenua la posición mexicana ante la previsible escalada de acciones inamistosas por parte del gobierno estadunidense.
El tono de la parte mexicana fue realista y sobrio. Tal vez hasta excedido en el ánimo de distensión bilateral con la expresión del canciller Videgaray respecto de “la entrañable amistad”. Mejor quedarse con la declaración sin aspavientos ni calificativos del secretario de Gobernación respecto de que existen diferencias. Ese es un buen principio para reconstruir el marco de un diálogo que luego permita llegar a acuerdos.
Ese es el principio de un complejo proceso de acomodo de las posturas a las realidades. El gobierno de Donald Trump no hará, sino que seguirá haciendo lo que el de Obama hizo en cuanto a deportaciones, algunos miles más, algunos menos, respecto de lo que tanto el gobierno y la opinión pública mexicana no hicieron ni dijeron nada. Tal vez porque eso es lo que correspondía. Estados Unidos estaba en su pleno derecho soberano de aplicar sus leyes migratorias. Es lo que anuncian que continuarán en el futuro. La diferencia de un caso a otro es que, en Estados Unidos, en el consumo político interno ahora es rentable la actitud antimigratoria. En el consumo político interno mexicano es lucrativo que gobiernos, partidos y opinión pública pretendan sacar raja política del verdadero festín electoral que ofrecen los deportados en el umbral de la elección presidencial de 2018. Las opiniones ahora son distintas; los hechos no han cambiado, si acaso aderezados por el gran, hermoso e inútil muro.
No hay nada en las declaraciones de Tillerson y Kelly que afrente posiciones básicas de la política exterior de México. Hay diferencias, como dijo Osorio, porque es inaceptable que Estados Unidos pretenda convertir al territorio mexicano en campo de reclusión provisional de migrantes de terceros países en lo que su situación jurídica se resuelve en Estados Unidos. Nada más que no se olvide que esa pretensión ilegal la propició México aceptando a lo largo de los años, desde hace mucho, ese tipo de deportaciones, al mismo tiempo que a la frontera sur de México no se le puede calificar ni siquiera como tal gracias a presiones históricas de ONG, de agrupaciones criminales y de la presencia de las autoridades más corruptas que tiene el Estado mexicano. Agréguese la indolencia cínica de los gobiernos de Guatemala, Honduras, El Salvador, Haití y Cuba.
Hay trabajo que hacer en México con o sin las pretensiones estadunidenses. Pero Tillerson y Kelly, racionales ambos, se fueron de México sabiendo que es lo que se puede y lo que no. Ese es un buen principio.