Si para la opinión pública en general el trance difícil de los partidos políticos está casi resuelto con el anuncio de sus nominaciones, lo cierto es que para las campañas los problemas más graves que la propia nominación apenas empiezan.
En el PRI, desde la campaña de Colosio a alguien se le ocurrió que tenía que haber una coordinación general de la campaña. En la práctica, se crearon tres centros de poder abocados supuestamente a lo mismo: que ganara su candidato. La realidad es que la dirigencia del partido odiaba a la coordinación de la campaña, odio recíproco y, como si no bastara, el presidente de la República tampoco estaba pintado, si acaso, en parte distraído por el conflicto con el EZLN, pero suficientemente atento para el famoso “no se hagan bolas” de comienzos de 1994. Había tres centros de influencia. En la campaña de Labastida fue peor. El coordinador de facto de la campaña era el coordinador de medios; la dirigencia nacional del PRI estaba partida en dos y el coordinador de facto manejaba la relación directa con el candidato y con los gobernadores. En tanto, el presidente de la República, ausente. ¿Alguien podía entender algo? Claro que no; ahí estuvo el resultado.
En la campaña de Peña Nieto la relación entre la coordinación y el partido era más formal y tenía nombres y apellidos. Hoy en la campaña de Meade están el partido, la coordinación general de la campaña y un presidente de la República que no deja lugar a dudas de que seguirá ejerciendo sus facultades legales y partidarias hasta el último día de su mandato. No importa mucho que se hable de la relación cercana y de amistad entre todos los integrantes y las cabezas de los respectivos grupos de trabajo. Las instituciones tienen su propia dinámica, formales y paraformales. Una campaña no es más que un complejo proceso de asignación de poder, talento y dinero, lo que requiere líneas internas de mando y aprovisionamiento, coordinación y la adscripción precisa de responsabilidades. El PRI parece estar encaminado en esa tarea, pero no la ha resuelto. Un error y lo demás son consecuencias que van directo al resultado.
En el Frente Ciudadano el problema todavía es más agudo. A unas horas de dejar el cargo, la presidenta de uno de los integrantes pretende legalizar una alianza en la que uno de los aspirantes no está de acuerdo con la ausencia del método de elección interna mientras su contendiente hace fiesta el próximo domingo en un destape a la usanza azul.
Con AMLO el problema es menor. Una de las razones de su derrota en 2006 fue precisamente la confrontación interna entre el partido y la coordinación real de su campaña conducida por sus amiguitos de juventud. Testimonios públicos sobran. Ahora en Morena, el partido internaliza a sus amigos y parientes y reduce la posibilidad de desacuerdos, duplicaciones y desencuentros.
Organizar una campaña eficaz es más difícil que tener un buen candidato. Aprender de la experiencia a los partidos políticos en México no se les da. En el triunfo, todos se lo atribuyen a sí mismos, en singular, y la derrota es huérfana. El momento es muy claro: llegó la oportunidad de equivocarse.