Concluyó lo que parecía imposible a mediados del verano, llegó a su término la temporada 2020 del mejor beisbol del mundo, el de las Ligas Mayores.
En una temporada que arrancó en medio de la incertidumbre y las malas noticias, con juegos y series completas pospuestas por contagios del tristemente célebre covid-19, se antojaba casi imposible que terminara el calendario beisbolero con el clásico de otoño.
Con jornadas de juegos dobles a siete entradas todos los días, con corredores en segunda base en extrainnings, con estadios vacíos y cartulinas desproporcionadas detrás del home, a pesar de todo, se logró... y de qué manera, con el campeonato indiscutible de los Dodgers de Los Ángeles.
Después de largos 32 años de no coronarse, de ser una de las franquicias con más aficionados y mejor organizadas de la Gran Carpa, de tener año con año, temporada tras temporada, rosters de ensueño, rotaciones de pitcheo sólidas, profundidad en el bullpen, bateo oportuno, poder y, muchos atributos que debieron darle a los Dodgers un título o varios en estos años de sequía, el trofeo no llegaba.
¿Qué pasó entonces? ¿Porqué les privó el beisbol a millones de aficionados Dodgers celebrar el título más de tres décadas? ¿Sabermetría? ¿Injerencia de la oficina deportiva? ¿Abuso en el manejo del “nuevo beisbol”? ¿Robo de señales?
Treinta y dos años larguísimos desde aquella noche de octubre de 1988, pero la victoria hace que se olvide todo, al menos por un tiempo. Así recuerdo como si fuera ayer ese jonrón de Kirk Gibson en el primer juego de la Serie Mundial de aquel año, ese palo al jardín derecho, ese instante al que solo la inconfundible voz de los Dodgers, Vin Scully, logró ponerle palabras: “en un año que ha sido tan improbable, lo imposible ha ocurrido”.
Pues tres décadas y un tanto después, en un año que todo ha sido tan improbable, lo imposible ha vuelto a ocurrir, en el sexto juego de la Serie Mundial, en un estadio que huele a nuevo, sin ser sede de ninguno de los dos equipos que jugaron el clásico, con capacidad limitada de asistencia, con casi dos millones de muertos en el mundo por la más cruda y violenta de las pandemias, lo imposible pasó. Dos mexicanos coronaron el triunfo de los Dodgers esta mágica noche de octubre: Víctor González ganó el juego y Julio Urías lo salvó. ¿Quién lo podía imaginar?
La magia de Betts en el jardín derecho, su manera de correr las bases; el bat oportuno de Seager; Kershaw y su cita con la historia; Graterol y sus 103 millas, y sí, porqué no decirlo, hasta el magistral manejo del sexto juego de Roberts, la probable contención de la oficina deportiva y sus innumerables cálculos y estadísticas, y sí, y sobre todo sí: el corazón de millones de aficionados que estuvimos pegados al televisor, radio, periódicos, internet, lágrimas, mentadas de madre, emociones que solo el beisbol hace sentir.
Treinta y dos años esperando. Volteo, veo a mi hijo a sus 12 años, entusiasta beisbolero, brincar de alegría con el último strike y en él me veo exactamente a su misma edad en aquella lejana noche de octubre y también brinco, aquella vez eran Gibson y Hershiser, de fondo El Mago y Toño de Valdés. Esta vez González y Urías. De nuevo de fondo Toño de Valdés, pero sin la magia del Mago Septién, ahora con Burak y Segarra y pienso en cómo este deporte de dioses logra todo esto.
Y de repente mi mente viaja a Puebla, al Serdán, a alguna novena entrada y huelo las cemitas, las chalupas y escucho el silencio previo al lanzamiento, ahí está el juego, y de repente los gritos, las porras, el swiiiiiiiingggg de Byrd, y sí, los brincos y gritos, la formación de la victoria, y vuelvo a pensar en esa noche de octubre de aquellos 80’s, en esos 32 años, y soy feliz.
* Presidente Pericos de Puebla
Twitter: @pepemiguelb