
Es muy tentador, y desde luego muy mediático, recurrir a apelativos radicales o superlativos. En el mundo cargado de ruido en el que vivimos, de imágenes incesantes y bombardeo de estímulos, la mesura ha perdido mucho cartel. El buen periodismo sostenía que la mejor explicación consiste en una buena y prolija descripción. Pero hoy parecería que nadie tiene tiempo de hacerla, y mucho menos de escucharla o leerla. Resulta más atractivo, contundente y efectivo pasar directamente a la descalificación o al enjuiciamiento.
El problema es que la eliminación de matices, del análisis de los pros y de los contras, de la revisión de los muchos detalles que contradicen la tesis que sostenemos, conduce a una visión de la realidad a partir de clichés y simplificaciones. Y eso, eventualmente, a la toma de decisiones a partir de prejuicios.
Puede entenderse, que no justificarse, el hecho de que los políticos se inclinen por esta caracterización manipulada de la realidad. La única manera de sostener una guerra despiadada en Gaza estriba en definir a los palestinos como ignorantes, bárbaros, personas que odian a los judíos. Cualquier información que remita a otras características se vuelve peligrosa; si adquieren mayor sustancia como seres humanos se hace más difícil justificar lo que se está haciendo en contra de ellos. Y dicho sea de paso, la “legitimidad” del terrorismo de grupos radicales del islam se ha sostenido de la misma forma, a partir de una simplificación equivalente de su “enemigo”, pero en sentido inverso.
Los adjetivos más usados por Donald Trump son “Big and Beautiful”, trátese de una nueva ley, un plan o un deseo. “Fake news” suele ser la muletilla a la que más recurre para rechazar cualquier dato que no le gusta; “Nasty y Horrible”, para denostar algo o a alguien. Operan como juicios categóricos y definitivos que lo eximen de explicar, elaborar o argumentar una decisión.
Que lo hagan los políticos es lamentable. Pero que lo hagamos comentaristas y periodistas es imperdonable porque traiciona el sentido más profundo de nuestra vocación: ofrecer elementos a ciudadanos y opinión pública para conocer su realidad y tomar decisiones.
Medios y opinadores estamos acostumbrandos a las audiencias a consumir seudoinformación que no está diseñada para ampliar la comprensión de lo que vivimos. Pretende, más bien, producir posiciones a favor o en contra de manera inmediata, apelando a emociones, fobias y filias más que a la razón. La invocación a un supuesto sentido común que en realidad no es más que la extrapolación de meras convenciones. Juicios categóricos y tremendistas que funcionan como simplificadores de la realidad, alimento pre digerido que permite al público tener una opinión sin el engorroso trabajo de hacer el esfuerzo para comprender una situación compleja y cambiante.
En los conflictos solo participan buenos y malos, definidos obviamente por la posición de quien tiene el micrófono o el teclado. Así, solo caben dos posiciones: el gobierno terminará por convertirse en un poder dictatorial y represivo o por el contrario, la 4T es la única opción que tiene el país y cualquier crítica a lo que está haciendo constituye una traición.
Habría que reservar palabras como masacre o como dictadura, acusar de fascista o totalitarista en situaciones que en verdad lo ameriten. Lo mismo podría decirse de la tentación de los gobiernos para atribuir intenciones perversas e ilegítimas a todo lo que se les opone. Calificar de imbéciles, corruptos o perversos a quienes piensan distinto de nosotros permite dar voz a nuestros argumentos sin tener que bregar, entender o refutar el argumento del otro.
El uso de las palabras cuenta. La posibilidad de construir algo en tanto comunidad o para encontrar coincidencias a pesar de nuestras diferencias, quedan anuladas cuando la conversación pública se construye a partir de epítetos. Por desgracia, de este error nadie se salva.
Los que participamos en la conversación pública, en particular periodistas y opinadores, tendríamos que hacer un esfuerzo para ofrecer contextos, recuperar las otras versiones, incorporar información que se contrapone a nuestra primera impresión. Confrontar certidumbres artificiosas con una visión más compleja de la realidad, que por lo general está cargada de contradicciones. Habría que hacer el esfuerzo de navegar en el pensamiento complejo para mostrar los muchos hilos que enhebran el tejido social. No se trata de renunciar a nuestras convicciones sino asegurar que no estén hechas de prejuicios y etiquetas. Tampoco de chapotear en un relativismo paralizante o en la construcción de coartadas para no comprometerse. Es más bien la necesidad de que nuestra labor no empobrezca, y sí enriquezca, la posibilidad de la sociedad para comunicarse consigo misma.