No niego que a menudo siento envidia de quien puede aventarse detalles, frases o situaciones vergonzosas como si fueran cosa ajena. Hablo de quien lanza un gazapo descarado y mantiene la sonrisa como quien intenta ocultar una flatulencia o quien cae en improperios como si nada y entonces vienen a la memoria esos sutiles instantes bochornosos que jamás se borran del recuerdo, esas sublimes metidas de pata que carga uno como si fuera la reencarnación del Pípila en la Alhóndiga.
Está el domingo en que juré ir a misa para intentar expiar mis pecados y cambié el rumbo hacia el estadio de Ciudad Universitaria con mi cuate el Soup de Secundaria. De regreso del partido, con no pocas cervezas encima, pasé por el templo para averiguar —por lo menos— cuál había sido el Evangelio en turno… y al llegar a casa mi padre tuvo a bien informarme que las cámaras de televisión habían proyectado en vivo, a color y en cadena nacional mis torpes bailes con batucada brasileña que se improvisó en las gradas y está el otro penoso domingo en que presa del frenesí taurino me tiré al ruedo para cargar en hombros a un pequeño gigante llamado Eloy y al llegar a la Avenida Insurgentes recordé que había dejado a mi novia esperándome en el tendido.
Hubo más de un examen semestral en la universidad en que empecé la supuesta resolución de las preguntas absolutamente convencido de que se trataba de otra materia y ya he mencionado la tarde en que pedí un ron con Coca-Cola en el mostrador de la Antigua Librería Madero y la larga madrugada de tapas, flamenco y mucho chato de vino en que no cesé de mencionarle a un compañero de juerga su inconfundible parecido con Joaquín Sabina, hasta que nos llegó el momento inevitable de la madrugada en que se reveló que era nada menos que el mismísimo e inconfundible Joaquín Sabina.
Durante años le he cambiado el nombre a no sé cuántas personas que ni se parecen a los originales y hubo ayeres en que intenté salir de una habitación por el espejo o bien por un limpísimo ventanal… pero estas líneas son para que conste la envidia que le tengo a quien yerra casi siempre creyendo atinar, el que enreda los nombres sin vergüenza alguna y considera que toda errancia, error o errata le es ajena.
Jorge F. Hernández