La Patria es impecable y diamantina, cantó el Poeta y añado que es morada, lúcida y creativa; es bella, pensante y efectiva, como congruente, misteriosa y afectiva. La Patria es diamantina en polvo morado de estrellas y grito de hartazgo, desesperación y es, por lo visto, la injusticia pendiente, la que dieron por hecho sin derechos durante décadas y siglos de abuso y consternación, de maltrato y malversación. La Patria es Ella y aquí está.
Lejos de los escritorios donde unos dicen que trabajan y lejos de las patrullas que supuestamente vigilan o protegen; lejos del pódium de los vencedores y de la curul donde supuestamente legislan y lejos de los clubes exclusivos de caballeros sin serlo y a mucha distancia de los cenáculos de los poderosos con bigote. Lejos de las patrañas paternalistas y muy lejos de todas las maniobras machistas; lejos de las segundas intenciones, la imposición del Hércules, la mala leche macha y bronca y del astuto que dice siempre guardar lugar para su señora; lejos de tanto hombre que no merece el nombre está el terror de siempre.
Hablo del asiento trasero de un taxi dizque seguro donde el Diablo al volante decide cambiar la ruta en el GPS de su delirio y hablo del burócrata que avala que los sueldos de sus mujeres pares sea menor por el solo hecho de las costumbres. Hablo del prelado que soba la espalda en una confesión y busca los muslos de la joven que solo busca orientación o consuelo y hablo del dependiente de una farmacia que imagina abusar en la trastienda a la mujer que olvidó una receta y el pasajero del Metro que destila lascivia en la saliva, por la mirada y en el roce inmoral de ese horror de siempre.
La Patria es madre, niña, anciana y la Patria es Ella, hecha de tantas Matrias. Es la querencia más entrañable y el ejemplo más fidedigno de todo, es la hora exacta aunque llegue tarde y el día
esperado aunque no sea calendarizado; es efeméride de cualquier atardecer y huella indeleble de los nombres que llevamos encima. Es morena y virgen, es trigueña y ola de mar, es la blanca piel al filo del agua y la niña pecosa del recreo; es adorada en el cerro y elevada a las nubes sobre una media luna… y es violada, secuestrada, golpeada, insultada, menospreciada, vitupereada, jalonada, obviada, silenciada, abusada, etiquetada, vendida, traficada, manoseada, ultrajada en la esquizofrenia consuetudinaria, el mal chiste de todos los días, el piropo innecesario y vulgar, el calentamiento global del animal alfa, el ligero mareo etílico de la demencia que se inventa un faje a la fuerza y la hipócrita lírica del guapo que se cree invencible tan solo porque sus versos se imponen adrede.
La Matria se suma para ser la Patria ajada y mancillada que ha levantado la voz diamantina y la fuerza de la razón. Quien no las escucha peca de una sordera imperdonable, y quien las oye sin entender por mínimo lo que reclaman peca de una estúpida cerrazón irremediable. No te desgarres el alma por los monumentos que ahora gritan a través de las pintas y no te desconsueles por las consignas pintarrajeadas en la endeble asepsia de tus escenografías. Mejor, deténte e intenta observar lo invisible: los cadáveres de cada una de las mujeres que mueren violadas cada minuto que pasa, los cuerpos golpeados y marcados cada minuto que pasa y las millones de mujeres que pasan —cada minuto que pasa— entre filas de hombres como espadas, jóvenes con navaja, viejos sin freno, verdes obnubilados, ebrios con derechos inventados, simulacros de autoridad con fuero, policías con charola, licenciados con decretos, magistrados con licencia. Detente y mira los siglos acumulados de desprecio e imposición y luego, después, como sea intenta limpiar el Altar de la Patria, las columnas y rotondas, las placas y las estatuas, los bustos y elegías cívicas que son ellas mismas, cada una de las mujeres vivas y muertas que llevan en la piel la infinita dignidad de sus cuerpos y sus ideas, sus ideales imbatibles, sus argumentos irrebatibles, su honesta caminata desde la madrugada de todos los tiempos en esa caligrafía que se esfuma, que necesitamos leer todos, que se impregna en la cantera y se enreda en el pelo, que se grita en voz aguda y se escribe en morado.