Cultura

La lluvia

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La lluvia de ayer se vuelve gerundio cuando la inmovilidad de ciertas nubes negras reniegan de cualquier cambio de horario o estación. Que la lluvia siempre ocurre en el ayer lo sabemos por Borges y Papá Eliseo nos heredó con todo el tiempo la sentencia de que esa gota de mar que rueda de pronto por la mejilla no es más que un llanto ajeno. No es Uno el que deambula por las supuestas mismas calles que reptan de madrugada hacia Lavapiés y sin embargo, no deja de ser la misma lluvia: pretexto de un tal Heráclito o inesperada conversación con el mismo taxista que me llevó volandas —sobre el mismo recorrido de vuelta por el parque— en un ayer que ya ni parece recuerdo.

Que por agua del azar se viaje con el mismo y único calesero al principio y al final de lo que parecía un sueño no es más que metáfora de lo que acontece con algunas novelas: los párrafos proyectan una voz invisible, casi inaudible, que narra desde la primera línea lo que ha de romperse en el último —impredecible— párrafo final. Creyendo hilar los nudos de la trama cotidiana en armonía con el anónimo autor, el lector confirma que camina sobre callejones de siglos, a la vera de una vieja imprenta olvidada en la noche, sin la menor idea del giro —inesperado y por ende, abrupto— con el que la novela de vida ha de volverse dolor incurable, tan cerca de Lavapiés. Llora entonces la hora exacta en que la espada filosa de la elación tóxica, la ajena saliva alcohólica brinda confusa en la distancia su atentado a toda sobriedad y llora la misma nube que cobijó la palabra corazón o amor, ya partido o evanescente… Llora la fachada de un viejo convento en una cuesta que desemboca en el silencio más cruel porque antes estuvo adoquinado por un beso y no pocas carcajadas y llora la pluma con la que se intenta escribir la línea laberinto de lo inexplicable, remiendo de una herida que se vuelve a abrir recortada por la misma Luna de siempre.

Lee sin caducidad el alma rota que intenta murmurar en azul los ecos de una conversación en la oscuridad que ya quedó interrumpida por una dolorosa distancia; cabellera de espuma y mirada clara, la perfección de unos pies de mármol… y en el espejo parece sonreír en consolación el rostro —que no mera cara— de uno mismo intacto aunque marcado; la cara —no tanto rostro— de quien sigue sus propios pasos de antaño sobre las calles de siglos en un inalcanzable ayer… cuando aún no la conocía.

Jorge F. Hernández

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Jorge F. Hernández
  • Jorge F. Hernández
  • Escritor, académico e historiador, ganó el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández por Noche de ronda, y quedó finalista del Premio Alfaguara de Novela con La emperatriz de Lavapiés. Es autor también de Réquiem para un ángel, Un montón de piedras, Un bosque flotante y Cochabamba. Publica los jueves cada 15 días su columna Agua de azar.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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