Cultura

Hueco

No sé dónde dejar la flor que intenta honrar el vacío. ¿Habrá que seguir el azaroso rumbo de un tráiler sospechoso —ese que tiene un letrero que asegura que lleva caja frigorífica— y dejar la flor al filo de alguna de sus gastadas llantas? Quizá sea mejor buscar un campo de rojas amapolas, escondidas en algún paraje de la sierra de Guerrero o desgranar los pétalos sobre la alfombra arenosa de un desierto en el norte, ahora que tantos paisajes parecen el Valle del Silencio.

En el gran escenario del mundo el bufón confirma ser el ominoso imbécil para que las naciones del planeta se rían en su cara y en la pantalla local, el cinismo engominado se despide sin vergüenza bromeando sobre su propia ineptitud para formar un corazón con los dedos y por allá, el cínico gorila que come carne carísima al mismo tiempo que fuma habanos como delicado video para burlar el hambre de quienes rastrean la basura para las migajas que tiran desde la torre de su palacio. No sé si merecen que les mande la flor.

Pétalos de cristal, flor de vidrio. La cultivo desde hace lustros y floreció en la madrugada que se conmemora cada vez que confirmo la telaraña de mentiras, el crucigrama hipócrita de quienes se atreven a mentar la verdad histórica, siendo mentira endémica y simulacro constante. Como si nada, la señora que ha forjado una biografía de mentiras deambula feliz bajo el improvisado fleco de lo que ella y solamente ella define como felicidad y como si nada, el diputado flamante se distrae de sus supuestas funciones con la pantalla de su teléfono para comprar placeres efímeros y como si nada, rechazan la flor los deudos en su hartazgo y desolación. Flor de vidrio que refleja en mil pedazos las caras de tanto desaparecido sin nombre y apellido y tanto muerto anónimo en la abultada estadística de la estulticia.

Para callarme la boca y aliviar estos párrafos, llega una orquídea morada a la mesa y cambian todas las palabras. Habrá que dejar la flor sobre la esperanza intacta que contagian los poetas, la sonrisa de una niña que apenas llega al mundo o los párpados cansados de un anciano que hace apenas un minuto recordó la escena intacta de un abrazo al filo de una guerra. Pétalos morados como tinta palpable que se vuelven el regalo para amanecer; parecen pedazos de bugambilia y son orquídeas que hacen eco de los geranios de un restaurante que ya no existe, donde siguen la conversación de una pareja enamorada. Orquídea sin tiempo para soportar el embate de la bilis con la que pretendía seguir estos párrafos, y mejor virar la mirada a los incontables dones: la música perfecta de las cuerdas en sincronía, el afortunado olvido de los demonios, la última gota de miel al filo de un vaso y el párrafo que alguien leyó hace exactamente medio siglo y un lustro, al cumplirse un año y poco más de una nevada torrencial.

Que hay jueves en que el agua del azar no parece legible y quizá cuesta intentar cuajar su comprensión, pero en resumida cuenta, hay que contar que habiendo querido llorar la desolación de los desaparecidos, habiendo querido atacar una vez más la descarada estupidez de los poderosos, la impunidad consuetudinaria de tanto canalla, ha llegado de pronto el alivio de una orquídea para limpiar las cuartillas y convertir en propósito positivo el lugar donde se debe sembrar la flor de cristal: quizá sólo así se llena el hueco y se abona el paisaje por venir con las renovadas ganas de vida.

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Jorge F. Hernández
  • Jorge F. Hernández
  • Escritor, académico e historiador, ganó el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández por Noche de ronda, y quedó finalista del Premio Alfaguara de Novela con La emperatriz de Lavapiés. Es autor también de Réquiem para un ángel, Un montón de piedras, Un bosque flotante y Cochabamba. Publica los jueves cada 15 días su columna Agua de azar.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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