Paso los días en un bosque de cerezos. Sus flores blancas y rosáceas no bordean el río Potomac de mi infancia porque se han convertido en estantes de casi cuatro metros de altura, herradura de biblioteca entrañable que es –en realidad y desde siempre—librería. Se llama Pérgamo, abrió sus puertas en Madrid en 1946 en un local que se estrenaba precisamente como santuario para venta de libros y hace unos meses anunciaba su cierre.
Sucede que las herederas de Pérgamo –Lourdes y Ana—decidían jubilarse y el espacio sagrado pendía de la nostalgia y del dolor de olvidarse de ser librería… hasta que llegó un empresario mexicano (cuyas siglas JJJ esconden su nombre que no quiere figurar) y ofreció rentar el espacio y mantener el alma viva de una librería que palpita en el ventrículo izquierdo del corazón de Madrid, en el sabroso barrio de Salamanca sobre la calle del general Oraá (donde hace esquina con Lagasca). No pocos vecinos se formaron como lectores en su acervo de décadas cambiantes y no pocos escritores y poetas, amas de casa y estudiantes celebran el milagro de un espacio de libertad, libros libres incluso en la época de los grises y de la censura.
Por ahora desempolvo –guiado por la amistad de dos hermanas herederas—los estantes de este bosque y se van rematando saldos cada vez más escasos, en espera de que lleguen los nuevos pedidos, los libros de siempre y las novedades, el rincón de los títulos popularísimos al lado de los estantes poblados por poetas muertos, fantasmas de novelistas y ensayistas de diversa eternidad. A diario vuelven las niñas de antaño que se formaron en versos que abrevaban de Pérgamo y se asoman los antes niños que cumplieron con bibliografías escolares en listas que pasaban sobre el mostrador para ser surtidas como en farmacia. Para ello bogan aún los anchos mostradores de madera oscura, naves de papelería fina y lamparitas incandescentes que van iluminando lo que seguirá transpirando Pérgamo: hablar de libros y continuar una tertulia de siglos que confirma que todo lector no puede evitar recomendar o reprobar sus lecturas, resumiendo tramas y elogiando personajes, hilando el alargado pergamino suave que se desenrolla cada vez que se abren las vitrinas antiguas de un lugar que me mantiene vivo.
Jorge F. Hernández