Entre los seres humanos la violencia ha estado siempre latente. Somos una sociedad beligerante que está al acecho de oportunidades para manifestar un hartazgo ancestral en la búsqueda del sosiego imposible. Estamos atentos a cualquier provocación y la más mínima chispa prende la mecha… Así ha sido a lo largo y ancho de la historia humana, en cada época y circunstancia en nuestro azaroso transitar por el mundo como la especie de imbéciles que somos y que no alcanzamos a comprender la civilización y mucho menos lo que significan conceptos como paz y armonía. Quizá sea cierto aquello de que es más fácil hacer la guerra que practicar y ejercer el amor. Lo vivimos a diario, en el cotidiano transcurrir del tiempo que anda sin rumbo ni destino guiado por nuestra ceguera aderezada con la abulia y el marasmo de la estolidez que nos caracteriza como individuos egoístas y víctimas del acecho de la protervia ataviada de falsa inocencia.
Ahora somos testigos, tanto en el mundo como en el ámbito nacional y local, de ejemplares muestras de una arrogante ambición por demostrar quién es el más grande exponente de la lógica del absurdo por parte de grupos de bestias y personajes omnubilados por la gracia infame de sentirse superiores y con derecho a mofarse en agravio del otro. En el caso internacional ocurre que la Rusia de Putin, heredera de la magnificencia y el orgullo patriótico, reaccionó a una serie intromisiones y decisiones que han vapuleado a un pueblo que ha sido minimizado y poco a nada reconocido por occidente como nación dueña de su destino y soberanía y que, de la mano de su actual presidente, defiende sus intereses. Si, quizá mediante artilugios de guerra inaceptables y reprobables pero quizá legítimos y certeros. Me atrevo a decir que Putin está en lo correcto y su pueblo tiene la garantía de lucha por lo que para ellos es justo y necesario. Ucrania tiene en sus manos la decisión y debería ponderar positivamente que debe permitir la independencia de quienes aspiran a ser libres y optar por su futuro con determinación histórica.
En el caso nacional, lo que atestiguamos el sábado anterior fue el botón de muestra sine qua non que evidencia la locuacidad de todos aquellos miopes que sólo entienden que el anonimato y una turba enardecida son el mejor caldo de cultivo para expresiones de barbarie y el horror como lo que vimos y que merece castigos poderosos para transformar e inducir nuevos escenarios de convivencia y erradicar prácticas tan nefastas. Vaya, aún así, no acabo de entender a quienes afirman, sin confirmar ni comprobar, que si hubo muertos. Vaya, esconder tan sólo a uno –no digamos a diecisiete– sería un gran acto de prestidigitación. Me parece que eso sólo sería posible bajo tres escenarios: O se los comieron, o los quemaron, o los hicieron pozole con ácido. Nada más pensar, en el estadio estaban los medios y bastaría con que, ante un solo muerto, no se movieran de allí y le siguieran la pista y verificar la asistencia del Semefo y sus protocolos, además de hacer seguimiento del traslado a la morgue y lo consecuente. No, no fue así, no es verosímil que hayan ocurrido muertes y, en contrario, es obligación de quienes así lo afirman que lo confirmen y denuncien.
En lo local, le tocaría a los afectados exigir la devolución de los cadáveres y no aceptar –como ahora se rumora que las hubo– las amenazas, intimidaciones y ofertas millonarias para callar. ACEPTAR ESO SI QUE SERÍA DE UNA BAJEZA E INCONGRUENTE VIOLENCIA MORAL INADMISIBLE Y RETRÓGRADA… y, finalmente, de la violencia pseudofeminista luego escribiremos.
Jorge Fernández